La decisión de Donald Trump de cerrar la frontera sur de Estados Unidos no debería sorprender a nadie. Desde su campaña, Trump ha sido claro en su intención de adoptar medidas drásticas contra la inmigración irregular y el tráfico de drogas. Sin embargo, lo que sí debería sorprendernos, y preocuparnos profundamente, es cómo la inacción del gobierno mexicano, liderado por Claudia Sheinbaum, ha contribuido a esta escalada proteccionista que ahora amenaza con asfixiar la relación bilateral y la economía de ambos países.

El cierre de la frontera, anunciado apenas horas después de la toma de posesión de Trump, es una medida extrema que tendrá consecuencias devastadoras. Las comunidades fronterizas, desde Tijuana hasta Matamoros, enfrentan un futuro incierto. El flujo comercial, que supera los 800 mil millones de dólares anuales, se verá interrumpido, afectando no solo a grandes empresas, sino también a pequeños comerciantes y familias que dependen del cruce diario para subsistir. Las remesas, que representan cerca del 4% del PIB mexicano, también están en riesgo, al igual que la estabilidad de miles de trabajadores transfronterizos.

Pero este escenario no es únicamente el resultado de la política de “mano dura” de Trump. Es, en gran medida, el precio de la inacción del gobierno de Sheinbaum ante dos problemas que han desbordado las capacidades de México: la crisis migratoria y la inseguridad. Durante meses, hemos sido testigos de caravanas de migrantes que atraviesan el país rumbo a Estados Unidos, muchas veces sin una respuesta clara del gobierno mexicano. Si bien México ha reforzado su red consular y ha intentado contener los flujos migratorios en su frontera sur, estas medidas han sido insuficientes y tardías. La falta de una estrategia integral para gestionar la migración ha dado a Trump el pretexto perfecto para justificar su decisión.

En cuanto a la inseguridad, los números hablan por sí solos. México sigue siendo uno de los países más violentos del mundo, con cárteles que operan con impunidad en vastas regiones del territorio. La promesa de Sheinbaum de combatir las causas sociales del crimen es loable, pero no puede ser la única respuesta. La ausencia de una estrategia efectiva para desmantelar las redes del narcotráfico y reducir la violencia ha enviado un mensaje de debilidad no solo a Washington, sino también a los propios ciudadanos mexicanos.

La reacción de Sheinbaum al cierre de la frontera ha sido diplomática, pero carente de autocrítica. En su declaración oficial, insistió en la soberanía de México y en la necesidad de un diálogo con Estados Unidos, pero no reconoció la responsabilidad de su gobierno en esta crisis. Este es el error más grave: no asumir que la falta de acción interna ha dado a Trump la justificación para actuar unilateralmente.

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México está pagando el costo de no haber hecho lo suficiente para controlar sus propios problemas. La crisis migratoria y la inseguridad no son nuevas, pero la incapacidad de este gobierno para enfrentarlas con determinación ha exacerbado las tensiones con nuestro vecino del norte. Ahora, con la frontera cerrada, nos enfrentamos a un futuro de aislamiento económico y social que podría haberse evitado con una política más firme y proactiva.

Es hora de que el gobierno de Sheinbaum asuma su responsabilidad y actúe con la urgencia que la situación demanda. México no puede seguir siendo el patio trasero de Estados Unidos, pero tampoco puede permitirse ser un país que, por omisión, invite a la intervención extranjera. La soberanía se defiende con acciones, no con discursos.