Apoyo la tesis clásica de que los partidos y los sistemas de partidos políticos son medulares en el funcionamiento de las sociedades y los estados democráticos, hasta que no hallemos el instrumento que los sustituya, los cuales no parecen ser los movimientos sociales o los medios digitales o tradicionales.
Extensa literatura y muy respetables maestras y maestros nos han enseñado a analizar y advertir que los partidos deben institucionalizarse para cumplir con sus funciones adecuadamente.
La institucionalización de los partidos equivale a su definición e identidad ideológica, programática y operativa; enraizamiento sociocultural, posicionamiento territorial, perdurabilidad y eficacia en la agregación de intereses; su organización, liderazgo, democraticidad, equilibrios regionales, sectoriales, de género, acceso al poder político y éxito en traducir la voluntad popular en voluntad legislativa y de gobierno.
Nada o poco de eso tenemos en los partidos políticos contemporáneos no sólo en México sino también en otros países y regiones. Ese fenómeno es una relevante causa interactiva del desorden y prevalencia de malas prácticas políticas tan frecuentes hoy día, así como de la primavera-verano del personalismo y otros “ismos”.
Para probarlo en varios casos basta con observar la debilidad tradicional del pulverizado sistema de partidos en Guatemala pues allí ninguno ha podido ganar dos veces continuas la presidencia de la República y el que gana, según se puede mirar con sorpresa, a manos del ya célebre “lawfare” puede no llegar a la toma de posesión después de conquistar las urnas.
En El Salvador, el fenómeno Bukele ha sido y es posible dada la cartelización y agotamiento previo del sistema de dos partidos procedente desde los años ochenta y cuyas clases dirigentes fueron incapaces de reformarlos o de transformarse y dar cauce a otras opciones legítimas.
Honduras tuvo dos partidos que se alternaron convenientemente en el gobierno durante 25 años y han sido implosionados por una tercera fuerza que desestabilizó el sistema y lo tiene en una crisis mayor y laberinto sin fin.
En Costa Rica una fórmula bipartidaria estable durante décadas terminó por consumirse provocando la dispersión, desidentidad y fragilidad en curso.
Eso por no detallar los casos de Sudamérica, región en la cual el peronismo argentino o los pactos políticos e interpartidarios de Venezuela, Colombia, Ecuador o Chile fueron dinamitados por otras expresiones a las que en su momento se les negó espacio o de plano reventaron la política institucional.
Obviamente, es el caso mexicano, en donde la larga hegemonía del partido de la revolución fue sustituida precariamente por un bipartidismo aparente entre PRI y PAN frente al PRD, y luego por estos tres gestores del neoliberalismo frente a Morena y aliados.
El punto aquí entre nosotros es que, por un lado, el bloque ahora opositor no es un frente o coalición, tampoco es amplio y no prioriza a México, y mucho menos antepone el corazón al interés irracional de sus cúpulas.
Peor aún, los partidos que lo integran lucen y están agarrados de hilos y clavos sobre maderas escasas y endebles, un andamiaje volátil.
Empero, por el otro, Morena todavía es más movimiento que partido por lo que corre el riesgo de que en lugar de cumplir con su misión de regenerar y transformar se clone con base en figuras y tradiciones añejas que suele condenar en sus adversarios.
Más aún, sus aliados o adláteres lucen como semi-partidos o partidos “boutique” que han sobrevivido mediante respiración artificial y algunos esfuerzos genuinos, pero sin la consistencia para institucionalizarse en serio.
Ante un sistema partidario tan débil y contrahecho, los liderazgos personalistas y los carteles políticos prevalecen.
En un sistema de “no partidos” así el estado de derecho constitucional, el de los derechos, la división de poderes, el federalismo, las garantías de la contención del poder o las instituciones electorales o de justicia, es mas, los propios poderes políticos (ejecutivo y legislativo), ya no se diga los órganos autónomos, resultan perdedores.
El río se torna revuelto y los pescadores más expertos, viejos sabios o jóvenes atrevidos, sacan provecho incluidos los medios de comunicación masiva modernos o posmodernos, lease prensa, radio y televisión, así como redes sociales, respectivamente.
Cualquiera cree que tiene derecho y, lo que es peor, logra ejercer sus cálculos y habilidades para zigzaguear entre poderes o instancias, ya sean nacionales, federales o locales, en el sector público o en el ámbito privado. En contraste, destaca la eficacia profesional de organizaciones como las fuerzas armadas transmutadas en brazo semi-civil profesionalizado del poder político
En este “todo se vale” no hay valor que valga, salvo el goce del momento pinacular al conseguir por el momento el propósito (im)político de avanzar la agenda personalista justificada en el nuevo opio de los pueblos: la política mediática.
En breve, o la sociedad hipermoderna reconstruye el sistema de partidos, inventa sustitutivos o renuncia a la viabilidad del estado constitucional.
A merced de poderes fácticos y salvajes, infra locales, nacionales o supranacionales, no se extrañe que la población continúe prefiriendo y el electorado votando a quienes les muestran con hechos que al menos aseguran algo de certeza en la posibilidad de no perder más, y, en medio de la vorágine, si se puede, mejoran un poco el salario o condiciones vitales mínimas.
Tampoco se extrañe que el proceso electoral cobre figuras caprichosas y torbellinos imprevistos que complican y enrarecen la vida pública.
En breve, sin instituciones no hay sistema. Y sin sistema el contexto, siempre azaroso, seguirá imponiendo sus designios celebrados por la política del espectáculo sin fin