El debate –según el Centro de escritura académica y pensamiento crítico– “es una forma de discusión formal y organizada que se caracteriza por el intercambio argumentado de ideas y/o puntos de vista entre dos más personas con posiciones opuestas sobre un tema determinado”. Esta definición me agrada sobremanera porque hace especial énfasis en la necesidad de contar con argumentos y contraargumentos sólidos y claros. Si bien el origen del debate se da a partir de la contraposición, el fin de éste es el de contar con posturas fundamentadas que llevan a los ponentes a contar con el convencimiento o con la aprobación de una audiencia determinada.
Los alcances de los debates políticos son diversos, pero no existe uno de mayor envergadura que el debate presidencial porque con él se busca convencer a millones de ciudadanos de emitir su voto para definir cuál va a ser el destino de un país. Hay quien cree que existen electores firmes y que el debate sirve más para atraer el voto de los indecisos que puede tener un gran peso en los resultados de un proceso electoral. Esto no pasa ahorita, Claudia Sheinbaum tiene una amplia ventaja (de ser cierto lo que señalan las encuestas); por lo que la tarea de Xóchitl Gálvez o Jorge Álvarez Máynez es la de tratar de ganar el voto también de los ciudadanos aparentemente convencidos.
Los políticos interesados en alcanzar cargos populares (y sus asesores) pueden pensar de diferente forma: algunos podrían concluir que lo importante es incidir en el ánimo de los electores, incluso haciendo uso de la calumnia y de la difamación, al fin y al cabo “el fin justifica los medios”; otros, pueden concebir que existen imperativos éticos y que lo que se quiere para el país debe tener una visión a futuro, es decir, un alcance trascendente.
Cuando se concibe que el debate es un simple intercambio de insultos, agravios o acusaciones, se va en detrimento de lo que debe ser su objetivo superlativo: ofrecer un proyecto sustentado en un profundo conocimiento de la realidad social y económica para plantear alternativas de solución a los diferentes problemas que aquejan a la sociedad. Esto no es nada sencillo porque para llegar a ello se requiere generar diagnósticos y rutas de trabajo o de acción; recurriendo, casi siempre, a un marco teórico de referencia que le dé sustento a lo que se observa, se interpreta y se quiere.
Desde luego, no es fácil debatir y quien lo hace debe tener la capacidad para realizar una exposición coherente en torno a lo que no nos permite avanzar y a lo que se debe o se puede hacer para superar escollos; de no ser así, sólo queda la ocurrencia, el elogio propio y la acusación ligera, sin pruebas, para manchar la imagen del oponente. La ética política exige ir más allá de los simples calificativos o agravios; lo que importa es convencer con argumentos ricos en fundamentos a amplios sectores de la población. Por eso es indispensable trabajar desde antes y construir un proyecto de nación; no tenerlo es la mayor de las deficiencias, tal como lo reconoció Claudio X. González en una entrevista con Carlos Loret de Mola, quien le interpeló socarronamente.
Importa, sí, contar con el mayor consenso de la población, pero más orientar con propuestas razonadas el esfuerzo social para alcanzar metas y objetivos loables. Quien debate sin contar con un proyecto de nación ofrece poco o nada; ignora debilidades y fortalezas; y suele perpetuar males, haciendo más escabroso el porvenir. Un país como México, con 130 millones de habitantes y que requiere de una mayor sinergia para aprovechar todo su potencial de desarrollo, no puede caminar a la deriva.
Después del segundo debate presidencial que hizo referencia a la economía y a los temas de desarrollo sustentable que de ella se derivan, el enfoque propagandístico ha sido definir quien ganó de los tres candidatos a partir del número de propuestas realizadas; otros han puesto especial énfasis en el número de acusaciones vertidas o en el porcentaje de respuestas hechas a estas acusaciones. Actúa más la mercadotecnia política, sin que importe si las propuestas resultan viables o respondan a la lógica de un programa económico.
De entrada –diría– que se tendrían que desechar propuestas que no lo son, porque son ocurrencias o bien son producto de una imaginación desbordada, entre ellas: la de almacenar agua dulce en el lago salado de Texcoco; la de hacer emerger visualmente el agua en el Viaducto Miguel Alemán de la CDMX, hasta hacer casi que se desborden con una transparencia azul envidiable las aguas del Río de la Piedad, que ahora se encuentran entubadas (esto por cursi además es ridículo); la de eliminar impuestos o ampliar el gasto gubernamental sin ton ni son, como si el país estuviera sobrado de recursos; o la de darle incentivos o estímulos a los empresarios para que reduzcan la jornada laboral o el número de días laborables. Esto sólo por mencionar algunas ocurrencias.
En economía los marcos de referencia importan mucho y Claudia Sheinbaum inició el debate diciendo que el neoliberalismo había fracasado, refiriéndose al modelo económico que había implementado la oposición (el PRI y el PAN) durante muchos años. Dar respuesta significaba entender en que consiste el neoliberalismo, cuya construcción dio inicio en los años treinta del siglo pasado, con las ideas de la escuela liberal austriaca. Hay quien piensa que esta corriente económica es reciente o novedosa. No lo es si tomamos en cuenta que el primer experimento neoliberal, el de la dictadura “liberal” chilena - en palabras de Hayek - inicio en el último trimestre de 1973, es decir, hace más de 50 años; que los gobiernos de Ronald Reagan y Margaret Thatcher datan de los años ochenta de la centuria anterior; que el Consenso de Washington fue un término acuñado en 1989; y lo más importante, que nuestra experiencia neoliberal, que dio inicio en 1983, con el presidente Miguel de la Madrid y que concluyó en 2018, tuvo una duración de 35 años.
En defensa del neoliberalismo, sin importar que sea viejo o no (hay textos vetustos que nunca perderán su vigencia) se podría argumentar que su aplicación en México fue peculiar. Hasta se podría hablar de un neoliberalismo a la mexicana porque los mecanismos naturales del mercado fueron atrofiados por un sistema político corrupto; de ahí la tendencia de muchos personajes de asociar al neoliberalismo con la corrupción, o de creer, que ambos términos significan lo mismo. Desde luego, siendo Xóchitl la candidata del PRI y del PAN no podría argumentar que se va a continuar con el mismo modelo, pero ahora de forma honesta para alcanzar los resultados esperados.
Cuando se habla de mercados, casi todos los economistas coincidimos que no existe ninguno más importante que el mercado de trabajo. En eso fue fallida la percepción neoliberal a la mexicana, porque para hacer atractivas las inversiones o para atraer a la inversión extranjera se mantuvieron artificialmente bajos los salarios, hasta hacerlos decaer en alrededor de 50% de 1983 a 2018; sin existir otra excusa que la insuficientemente verificable baja productividad. ¿Habrá disminuido la productividad en esa misma proporción? La pobreza, así, se contagió hacia la gran mayoría de la población trabajadora, hasta alcanzar a 52 millones de personas; el empleo informal creció de 40 a 57% de la Población Económica Activa (PEA) y el mercado interno se contrajo a niveles insospechados, siendo el principal factor que inhibió el crecimiento económico.
Claudia Sheinbaum claramente tiene ventaja cuando se habla de economía: primero, porque en los últimos tres años se ha crecido a una tasa que ha sido suficiente para alcanzar casi el pleno empleo, con un incremento significativo de los ingresos reales y con una expansión del consumo privado; segundo, porque el Estado ha vuelto asumir su papel rector en la economía, ampliando los nichos y el efecto multiplicador hacia la inversión privada nacional y foránea; y tercero, porque la política fiscal se ha legitimado con una mejor distribución del ingreso a partir de los programas sociales.
Importa más el saber el cómo se logró lo anterior, que en el fondo es lo que se tiene que seguir haciendo dentro de una ecuación económica general y que desde luego trasciende a las propuestas aisladas y a veces sin sentido. Diría que en la ecuación hay un especie de sincretismo pragmático de las mejores contribuciones de las diferentes corrientes del pensamiento económico, pero poniendo en el eje central la estabilidad macroeconómica o el equilibrio fiscal para a partir de ahí distribuir el ingreso a los que menos tienen y dirigir la inversión pública a las regiones más rezagadas o a proyectos estratégicos; ello sin perder el impulso que da el libre comercio o la integración regional y la modalidad productiva denominada nearshoring o relocalización industrial. Nadie duda ahora que conectar el comercio internacional cruzando por ferrocarril el Istmo de Tehuantepec, expandiendo la infraestructura en los puertos de Coatzacoalcos y Salina Cruz, es uno de los proyectos más importantes del mundo.
El modelo actual al que se le dado por nombre “humanismo mexicano” podría ser transitorio si no se le dota de sostenibilidad. Esa es la tarea que va a tener el nuevo gobierno y todo lo que se haga debe abonar en consolidar la posición fiscal del Estado, pero sin abandonar el uso eficiente de estos recursos que siempre van a ser escasos; así como su destino social, que es lo que permite la legitimidad, sobre todo, fiscal del modelo.
Priorizar el presupuesto siempre será importante; ahora, por ejemplo, el presidente López Obrador acaba de signar para su publicación en el Diario Oficial de la Federación la creación del Fondo de Pensiones para el Bienestar, cuyos recursos en forma complementaria servirán para elevar la tasa de jubilación a 100 por ciento con respecto al último salario devengado. A este Fondo lo fondearán cuatro fuentes, pero estimo que, por la expansión - primero gradual y luego progresiva – de los pensionados, será necesario convencer a la población contribuyente de sacrificar una porción magra de sus ingresos en beneficio de las generaciones futuras; de lo contrario, el fin loable del Fondo se haría con el tiempo fallido, condenando a millones de mexicanos - a nuestros hijos y nietos - a la pobreza.
El reto para Claudia Sheinbaum será consolidar fiscalmente el modelo con mayores aportaciones contributivas de la sociedad; sin olvidar que es necesaria la concurrencia del capital privado, nacional y foráneo; porque los recursos que capta el Estado, aun cuando sean crecientes, siempre serán insuficientes para hacer sostenible una economía con alto crecimiento y bienestar social. Este fortalecimiento fiscal se hace aún más necesario, cuando desde el gobierno se pretende emprender una amplia gama de proyectos y ensanchar los programas sociales, tal como lo ha expuesto la candidata Sheinbaum.