El selvático ya gobernó. Se subió al púlpito del poder, machete en mano, y cumplió cada una de sus amenazas con la precisión de un verdugo. No quedó piedra sobre piedra de las instituciones que le estorbaban. Ahogó a los críticos, aplastó a los opositores y desmanteló al país con una paciencia casi ceremonial, como si estuviera despejando la selva para sembrar su legado de ruinas. Cada advertencia que lanzó, cada decreto envuelto en promesas mesiánicas, se cumplió. No por eficiencia, sino por obsesión.

Hoy el selvático es un recuerdo incómodo, un espectro que se pasea por su rancho mientras el país sigue recogiendo los escombros de su paso. Su obra está hecha. Pero al norte, el yankee se prepara para tomar el poder nuevamente. No es una suposición ni un temor irracional: es una certeza. El yankee está de regreso, y con él, la promesa de que sus amenazas también serán cumplidas.

Si algo nos enseñó el selvático, es que estos personajes no improvisan. Sus palabras no son retórica vacía ni simples berrinches. Son profecías. Cuando el selvático dijo que haría “historia”, no era un lema; era un plan. La historia la hizo, sí, pero a machetazos, borrando el presente para imponer su visión arcaica de un país que solo existía en su cabeza.

El yankee no es diferente. Prometió caos y lo cumplió la primera vez. Destruyó alianzas, levantó muros –físicos y simbólicos– y dejó cicatrices profundas en la democracia que dice defender. Ahora vuelve, más rencoroso, más decidido, más peligroso. Sus amenazas de venganza no son simple ruido: son el prólogo de un desastre anunciado.

La diferencia está en los tiempos. El selvático ya se fue, dejando tras de sí un país dividido, empobrecido y sometido a la voluntad de un solo hombre. Pero el yankee apenas viene. Su bulldozer está en marcha, listo para arrasar con todo lo que quede en pie.

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Y aquí estamos nosotros, atrapados entre el pasado que nos dejó el selvático y el futuro que promete el yankee. Algunos aún creen que sus amenazas son negociables, que su populismo tiene un límite. Ingenuos. Ya aprendimos que cumplen. Siempre cumplen.

El selvático prometió desmantelar el sistema, y lo hizo. El yankee promete destruir lo que quede de su país, y lo hará. ¿Por qué dudar? ¿Qué nos hace pensar que estos hombres, que ven el poder como una extensión de sus delirios, no cumplirán sus palabras? No son políticos. Son arietes. Y su única misión es derribar puertas, paredes, instituciones.

El selvático ya cumplió. El yankee cumplirá. Y mientras ellos avanzan, machete y bulldozer en mano, nosotros seguimos esperando que la tormenta pase sola. Pero no pasará. No mientras sigamos pecando de ingenuos. O peor, de pendejos.