En México la transición democrática ha venido entreverada en el menos analizado, complicado y difundido cambio en la cultura jurídica.
En ese tenor y en términos generales, estamos atrapados en la tensión dada entre los vectores en favor del constitucionalismo, de un lado, y la resistencia interesada a abandonar la otrora vanguardia de la simple legalidad, del otro.
La instauración del modelo jurídico de la legalidad en la Constitución de 1857, basado en la preeminencia del texto legislativo, formalista y en apariencia neutro fue el resultado de una larga lucha de dos generaciones de liberales progresistas del siglo 19 que al fin remontaron en un congreso constituyente las herencias y límites del estado confesional y absolutista extralegal.
El modelo legalista en su momento fue objeto de iracundos ataques por parte de los conservadores y luego se amalgamó mediante la imposición de la política sobre el Derecho tanto a lo largo del porfiriato (1877-1911) como del estado posrevolucionario, sobre todo desde 1933 en adelante.
Diferentes cambios estructurales y en particular los compromisos del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica en 1992-1994 obligaron al rígido y prolongado régimen legalista presidencial y de partido hegemónico a comenzar la transición hacia el modelo constitucional.
Las marcas de los años emblemáticos de ese cambio, dado más en la superestructura operada por las elites jurídicas progresistas que en las capas medias y bajas de la sociedad y los cuadros de abogados profesionales, aún están frescas y no han hincado raíces profundas.
Me refiero a la refundación zedillista de la Suprema Corte en 1994; la justicia constitucional electoral en 1996, en particular las acciones de inconstitucionalidad en materia electoral ante la Corte y la creación del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) en ese último año; aceptar la jurisdicción de la Corte Interamericana de Derechos Humanos en 1998; la reforma constitucional indígena de 2001; la de la justicia penal en 2008; la reforma constitucional en derechos humanos y justicia de 2011; y una vigorosa, imposible perfecta, creación jurisprudencial pro-derechos y democracia de esos tres tribunales constitucionales.
La lucha por la Constitución, de nuevo desafiada por los partidarios de la vuelta a la legalidad, se expresa en los días que corren en la iniciativa dirigida a limitar las facultades de actuación e interpretación del TEPJF.
Debo ser claro al puntualizar que es posible que este haya podido excederse en algunos casos límite y dramáticos, pero es notorio que sus intervenciones han extendido y afianzado nuestros derechos políticos en un sentido incluyente y emancipador cuando la política no hizo su trabajo.
El desenlace de este actualizado capítulo de la lucha por la Constitución, los derechos y la democracia no debería hacer retroceder el modelo del tribunal electoral a casi treinta años atrás.
Al mismo tiempo, es la hora de dos cosas: una reflexión fina sobre nuestro modelo de justicia y una masiva cruzada laica por la cultura de la Constitución, no del vetusto legalismo formalista capaz de justificar cualquier tipo de régimen político, en el extremo, el más antidemocrático.