El inobjetable triunfo de Ernesto Zedillo en los comicios presidenciales de 1994 tuvo un matiz importante ante la declaración crítica de parte de su flamante vencedor, cuando mencionara que las elecciones fueron legales pero inequitativas. La declaración marcó la pauta de un proceso de discusión y acuerdo que condujo a la importante reforma electoral de 1996, pero pudo no haber sido así de atenerse a la contundencia de los resultados que entonces se alcanzaron.

Ahora la victoria de la Dra. Sheinbaum es inobjetable y así lo reconocen las autoridades electorales junto con la sociedad, los partidos, los diferentes líderes, actores políticos, analistas y distintas corrientes de opinión, lo que constituye un importante capital político que debe ser aprovechado cabalmente por la nueva administración, sin menoscabo de asumir las críticas y observaciones que al respecto existen y que son tan relevantes como los propios resultados finales.

La ecuación de las actuales elecciones presidenciales, 30 años después de aquellas de 1994, parece no ser muy distinta. También ahora nos encontramos frente a un triunfo contundente de quien será, a no dudar, la primera presidenta del país para el período 2024-2030, y de quien se esperan los mejores resultados, Claudia Sheinbaum; el paralelismo incluye, de igual forma, que el proceso de acreditación de los resultados electivos no muestra mancha alguna; pero la analogía corre por una vía similar a la hace tres décadas, en el sentido de una importante disparidad, en este caso por un protagonismo presidencial que si bien no fue objeto de sanción mediante la aplicación de penas aplicables, exhibió, en contraparte, un reiterado desacato a las advertencias y recomendaciones de la autoridad electoral para inhibirse de realizar pronunciamientos que indujeran tendencias.

Parecía un juego repetitivo, la autoridad electoral hacía recomendaciones al jefe del poder ejecutivo y éste las desoía, sujeto a una endeble sanción consistente en ordenar la supresión en las páginas del gobierno de las declaraciones que habían sido objeto de queja y de una resolución favorable para quien la había impugnado, no sin dejar de mencionar las alusiones descalificatorias hacia quien fue la principal opositora, Xóchitl Gálvez.

Debe recordarse que previo al inicio del proceso electoral, éste comenzó, en los hechos, por la vía de elegir a quien encabezaría los Comités de Defensa de la Cuarta Transformación, que fue un ardid para eludir regulaciones sobre los actos anticipados de campaña y mucho antes de ello con la nominación de las llamadas corcholatas, lo que desencadenó un andamiaje virtual de campañas políticas por parte del partido en el gobierno, prácticamente desde pasada la primera mitad de su administración.

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Desde luego que esto no descalifica el categórico triunfo de la Dra. Sheinbaum, pero sí enmarca su obtención. Lejos de pretender con ello entrar en el falso debate entre legitimidad y deslegitimación de los comicios, es necesario encaminar el análisis detallado de las condiciones del sistema de competencia política del país, justo cuando parecen tocarse los linderos del sistema no competitivo de partidos y del retorno a uno de carácter hegemónico.

Las amenazas que enturbian el panorama son varias, comienzan por la irrefrenable participación e incidencia presidencial en los comicios, en el marco de una dinámica incontrastable por parte de las autoridades electorales y que postula un escenario que ya vivimos hace más de un siglo y medio, cuando experimentamos lo indómito de la intervención presidencial para encaminar su reelección y que, para conjurar esa distorsión, conllevó a determinar la no reelección presidencial.

Desde entonces el trayecto de la democratización mexicana caminó por el sendero de acotar la intervención presidencial y su injerencia en la organización y desahogo de los comicios.

Pasa lista de presente otro repetidor personificado por el desalojo del sistema competitivo por la vía de capturar, colonizar y mediante la amenaza de eliminar la autonomía de los órganos electorales, así como de fulminar el régimen plural de partidos mediante el retorno a un sistema electoral de mayoría y en el cual sea descontinuado la representación proporcional.

Colma la amenaza de reinstalación autoritaria, la pretensión de consolidar una arbitraria sobrerrepresentación del partido en el gobierno para construir un sistema unipartidista, dejar sin efecto e instrumentos a la oposición, romper equilibrios y convivir con los riesgos inherentes a una circunstancia de tal tipo.

Muchas felicidades a la Dra. Sheinbaum, ella tiene la gran oportunidad de ser una auténtica jefa de Estado y de no quedar constreñida a la condición de jefa de un gobierno monopartidista.