Hoy lloramos la muerte de la República en México. La derrota es dolorosa, no solo porque cayeron las instituciones, sino porque los vencidos volverán a ser los humillados, los desposeídos. La justicia ha sido aniquilada, la separación de poderes se desvaneció en la demencia de un déspota.
Andrés Manuel López Obrador no fue magnánimo en su victoria; fue megalómano. La esperanza se transformó en venganza. Su alquimia no produce oro, sino miseria. En su afán de consumar sus disparates, no dudó en redimir a los peores, hasta pederastas, si eso garantiza su poder.
El 11 de septiembre, día de la ignominia, ahora también marca una fecha oscura en México. Desde el golpe de Estado de Pinochet en Chile, la tragedia de Nueva York en 2001, hasta la debacle republicana en nuestro país, esta fecha queda impregnada por la traición, el dolor y la memoria.
El totalitarismo prevalece, la autocracia ha sido restaurada. La República ha muerto, y lo peor, lo ha hecho con traiciones. Los Yunes, aquellos que deberían defender a sus electores, se vendieron a sus ambiciones personales. Los perredistas, que alguna vez levantaron la bandera de la lucha social, entregaron la voluntad de quienes confiaron en ellos. Traicionaron a la ciudadanía, a su voto y a su confianza.
La victoria del oficialismo no es legítima; es espuria. Está manchada de manera indeleble con el apellido Yunes, quienes facilitaron este atropello. Gócenla, pero sepan que no habrá absolución histórica. La traición está marcada y no será olvidada. La historia los señalará, no como vencedores, sino como infames.