Tengo en mi salita de televisión un pequeño óleo, muy simple, que puede pasar desapercibido. No tiene título ni firma, y aunque la tuviera, diría muy poco a los ojos curiosos. El motivo es un mar embravecido, o más bien, la impresión que dejó en la retina del pintor esta escena marítima. Porque el cuadro es impresionista. Y el autor hubiera sido uno de los más grandes pintores de México. Pero no lo fue. ¿Por qué?
La falta de fama de un artista se debe generalmente a la mala suerte, o a su carencia de ambición. Pero casi nunca pasa que el artista no sea una celebridad, simplemente por méndigo y traicionero, como fue el caso de Joaquín Clausell, autor del pequeño óleo que adorna mi salita de televisión.
Joaquín Clausell nunca tuvo confianza en sí mismo como pintor. Quizá tampoco como abogado (profesión que ejerció mediocremente), ni como periodista (aunque fundó un periódico, El demócrata, que publicó un extenso reportaje sobre un caso después legendario: Tomochic). Acaso lo mejor que hizo Clausell en su vida fue dar el braguetazo: se casó con la heredera universal de los Condes de Santiago de Calimaya, gente muy adinerada, descendientes en línea directa de Hernán Cortés.
Sin pendientes económicos, con una vida cómoda y aburrida, Clausell tuvo la peregrina idea de derrocar al presidente de aquel entonces, Francisco I. Madero. Con ese sueño altruista, ideó un plan macabro. Buscaría a cierto general de división con problemas de cataratas, un tal Victoriano Huerta, en un sanatorio en Coyoacán, propiedad de un oftalmólogo amigo suyo, el doctor Aureliano Urrutia, y lo invitaría a sumarse al golpe militar que orquestaba con otros conspiradores.
Huerta estuvo dos semanas sin poder ver, con vendajes tapándole los ojos, y Clausell aprovechó todo ese tiempo para convencerlo de encabezar la intriga. La respuesta de don Victoriano es poco conocida pero reveladora de su carácter sinuoso: “cálmense, habrá tiempo de sobra para hacerse pendejos”.
Por supuesto, cuando a los pocos meses se dio el golpe de Estado, tras la Decena Trágica, Huerta se quedó con todo el poder y no volvió a recibir al conspirador Joaquín Clausell. Decepcionado de la ingratitud humana, Clausell se enclaustró en la mansión de su suegro millonario, y pintó un cuadro tras otro en una pequeña buhardilla, en un segundo piso, ensayando trazos y bocetos en las paredes.
Luego, regaló sus obras a sus amigos. Nunca se atrevió a cobrar un peso. La mayoría de los óleos están ahora perdidos, pero hay un dato que casi nadie sabe: la buhardilla todavía está intacta en la mansión de los Calimaya y las paredes aún están pintadas tal y como las dejó Clausell.
Y algo más: estos frescos conforman, aunque el lector no lo crea, una verdadera obra maestra y son de visita obligada en el Museo de la Ciudad de México, que es en lo que se convirtió la antigua mansión de los Calimaya.
La trágica muerte de Clausell simboliza su propia vida: paseando por las Lagunas de Zempoala, desoyendo la advertencia de que no caminara en temporada de lluvia por esos lares, el terreno se deslavó bajo los pies de Claussell. Lentamente, el pintor se ahogó en un mar de lodo pantanoso, sin que nadie pudiera rescatarlo.