Vivaldi y Audiard
Existen alrededor de 20 óperas compuestas en torno a la figura de Moctezuma Xocoyotzin, personaje revelado al mundo europeo a partir de la llegada de los españoles a la altiplanicie mexicana y el sometimiento y destrucción de Tenochtitlan. Como en muchos temas y acontecimientos del “nuevo mundo”, Moctezuma despertó la imaginación de los artistas transatlánticos conforme les llegaron noticias del Huey Tlatoani o emperador asesinado por los españoles (otra versión es que fue su propia gente quien lo ejecutó, al considerarlo cobarde y traidor; una más: suicidio).
La primera ópera sobre el Huey Tlatoani mexica –y de hecho la primera en absoluto sobre la “conquista”– se estrenó en el teatro Sant’Angelo de Venecia el 14 de noviembre de 1733; 200 años después de que sucedieran los hechos. Fue Motezuma, de Antonio Vivaldi, con libreto de Girolamo Giusti basado en la obra de Antonio de Solís y Rivadeneyra: Historia de la conquista de México, población y progresos de la América septentrional, conocida con el nombre de Nueva España, publicada en 1684 en Madrid. La ópera no tuvo mucho éxito y después de que Vivaldi se mudó a vivir a Viena, desapareció. El libreto se usó nuevamente armándose un pastiche con diversas músicas de Vivaldi para rehacer un Motezuma apócrifo, hasta que apareció la ópera original en Kiev en 2002. Ya he hablado de este tema y su historia, más adelante doy la referencia.
El caso es que, al tratarse de una ficción, la ópera no tenía mucho que ver con los verdaderos hechos de la llamada conquista ni con los personajes históricos, al grado de tener un final feliz en que Moctezuma y Fernando se abrazan reconciliados. Casi tres siglos después, un mexicano indignado quiso corregir la plana (o partitura) a Vivaldi argumentado la irrealidad de la ópera frente a los hechos históricos. Así que, en “claves mexicanas o mexicanistas” y con el aval de Miguel León Portilla, el indignado mexicano Maynez Champion reescribió el libreto. Lo ajustó a la realidad histórica, cambió los personajes de la ópera original y los números musicales pero… ¡con la música de Vivaldi! Es decir, “resignificó” el Motezuma de Vilvaldi con lo que Maynez llamó SU ópera: Motecuhzoma II (2009); a la cual agregó el náhuatl, teponaztlis, chirimías y pitos mexicas. Lo más lamentable del proceso es que se llevó entre las patas al sabio León Portilla y de paso el presupuesto público de la Ciudad de México en 2019. A este fenómeno de plagio que algunos convenientemente nombran de “reelaboración” o “intervención” le llamé: “Moctezuma en el Zócalo: de Antonio Vivaldi al ‘vival’ de Máynez Champion” (SDPnoticias; 05-11-19).
Una indignación semejante ha despertado entre muchos mexicanos en los últimos meses la película del francés Jacques Audiard, Emilia Pérez. Indignación convertida en reclamo, casi clamor (habiendo visto o no la película; pues se ha comentado tanto que pareciera que todos la han visto), pues la acusan de faltar a la realidad mexicana ya que incluso el cineasta ha afirmado no haber estudiado mucho esa realidad para realizar su película que cuenta la historia de un narcotraficante terrorífico que decide transmutar en mujer y al lograrlo se convierte en una poderosa pero buena señora (una suerte de Miranda de Wallace), generosa que descubre su misión vital: ayudar a encontrar desaparecidos por él/ella o criminales semejantes. Las cirugías cambian su vida, voz y espíritu, excepto en ciertos momentos en que peligran sus intereses más queridos de la etapa varonil: sus hijos (ahí Emilia vuelve a sacar las garras de sus manitas de puerco y la voz de macho), etcétera, etcétera. Ahora sí que ya se la saben y hasta ahí dejo el argumento.
Por otro lado, hay también quienes la consideran una obra de arte. Así que en la percepción pública o su recepción crítica, Emilia Pérez ha ondulado entre los extremos: de la mierda al arte y de regreso.
Emilia Pérez es una mierda
Aunque el argumento mayor de quienes afirman que la película es una mierda se hace desde una perspectiva nacionalista, también comparten opinión con quienes la consideran simplemente una mala película: irreal, inverosímil, mal actuada, mal hablada, mal cantada, mal ambientada, mal dirigida… Y razones no faltan, como se ve en el grado de disección a que han llegado los distintos análisis.
He propuesto como ejemplo la ópera de Antonio Vivaldi para otorgar la razón a quienes critican las sensibles reacciones nacionalistas, chauvinistas y localistas: lo que Audiard ha hecho es una ficción, su ficción, como Vivaldi (un día se sintió inspirado por un narcotraficante trans de novela). Tiene el derecho a hacerlo, como todo artista. Que la película sea una mierda o no, es otro punto. Así que el nacionalismo no vale para enjuiciar una producción de carácter artístico; a menos que ese nacionalismo inspire a los artistas de las diversas disciplinas. En México hemos tenido nacionalismo como estilo histórico en todas las artes: pintura, literatura, música, ballet, danza, cine, teatro; curioso, no en la ópera (pero ese es otro tema).
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Antes que una postura nacionalista y antes que una absurda “reelaboración” o “intervención”, conviene una respuesta, si se ha de dar alguna, como la parodia u “homenaje” a Emilia Pérez, el filme corto Johanne Sacreblue, de Camila Aurora, que resulta incluso hilarante y al menos una de sus canciones es superior a las de Emilia… Si bien no escapa al sentido nacionalista, en realidad hace la crítica de su inconsistencia, incoherencia, inverosimilitud y reduccionismo desde la perspectivas de la lógica y lo transgenero; porque considera que esto último es también un mero utilitarismo.
Emilia Pérez es una obra de arte
No son pocos los comentaristas y críticos que consideran buena, muy buena, extraordinaria e incluso una obra de arte la película de Audiard: Guillermo del Toro, Issa López, Paty Chapoy, Rodrigo Prieto, Carlos Bonfil, Nicolás Alvarado, youtuberos varios, la plataforma FilmAffinity, que es abrumadora en la cita de los elogios internacionales al film (alrededor de 60), su director y protagonistas; a Avelina Lésper y Álvaro Cueva, los dejo para el final.
Al contrario de las opuestas, esas opiniones positivas creen que la obra resulta espectacular, provocadora, conmovedora, que la historia está bien contada, que responde a una realidad nacional que se quiere negar u ocultar (herencia del prianismo germinado entre 2006 y 2012, eso sí), que las actuaciones son magistrales, las canciones increíbles, sus letras geniales… De ahí que gane tantos premios y pueda alcanzar más de un “Oscar”. (¿Premios a la corrección política, a la agenda transgénero, al interés y/o ignorancia generalizada del jurado?). Pero, ¿quién, qué establece una obra de arte?: el tiempo, no sólo las valoraciones especializadas, mucho menos el gusto personal.
A Lésper le gusta la manera en que está contada la historia, ve en Emilia a una víctima antes que a un victimario, le parece que las canciones aportan al drama, que no detienen la acción y, generalizando de forma alegre (es un decir: ella no sonríe), arremete contra los nacionalistas trasnochados, los incultos e ignorantes, etcétera. Ella, que desprecia Wozzeck de Alban Berg pero ama los boleros cantados por Angélica María; sin duda, mejor ha resultado su crítica a las cajas de zapatos de Gabriel Orozco, o destruir “obras de arte” contemporáneo en la Zona Maco. Pero bueno, ella está en pleno derecho de ver quince veces Emilia Pérez; y su percepción final no es del todo errática: que la película es un melodrama musical.
Lo que no tiene perdón es la ignorancia oceánica del crítico cretino profesional Álvaro Cueva, queriendo dar instrucciones de cómo ver y gozar Emilia Pérez (en tiktok y Milenio). Embiste contra quienes la critican y les llama ignorantes porque no entienden que se trata de “una gran obra de arte” (la compara, como otros, con el escándalo suscitado por Luis Buñuel y Los olvidados; 1950), que “no es cine convencional ni musical: ¡es una ópera!”; se infla y hasta engola la voz ansiosa de aleccionar al pronunciar la última sacra frase. Habla de la equivocada burla suscitada por las óperas entre los ignorantes, de los cantantes globales de ópera, de acentos varios aceptados en el lenguaje internacional, de la grandeza de la ópera en los tonos que alcanzan las cantantes como elementos operísticos constitutivos para entender la obra del nuevo Luis Buñuel, Jacques Audiard. Y advierte a los que no sepan lo anterior: “ser ignorantes no tiene nada, nada de chistoso”, porque Emilia Pérez es “la construcción de una santa en el siglo XXI; ¿te das cuenta de lo que te estoy diciendo?, no enseñes el cobre, no seas ignorante. ¡Corre, lucha, mata por ver Emilia Pérez!”. Concluye que, además de gran ópera, Emilia… es cine fusión: equivalente a comer una torta de chilaquiles con milanesa o una birria con ramen… Y cita a Einstein (¿de verdad?): “la ignorancia es un pozo sin fondo, entre más le escarbas más hondo llegas”; le habría convenido citar a Vincenzo Galilei, papá de Galileo. Etcétera. Muy chistoso el instructivo aleccionador de Cueva.
La ignorancia y el péndulo
¿A ustedes les parece chistoso Cueva? El ímpetu del “crítico profesional”, como él se autoproclama, no tiene correlato con la realidad (si es que hay una): su ignorancia del género operístico (para ser precisos) es inmensa. Desde cualquier punto que se le vea, Emilia Pérez no es ópera. A menos que, como cierto burócrata de la cultura que anda por ahí, digamos que todo es una ópera. Pues sí, de acuerdo a la traducción del italiano: obra; más refinado aún: “proviene del latín opus, que significa ‘trabajo’ o ‘labor’. En italiano, opera es el plural de opus y significa ‘obra’”; IA).
La ignorancia de Cueva puede parecer chistosa, pero no lo es porque al hablarle a su público, este corre el riesgo de estar mal instruido por un ignorante que se cree crítico y chistoso a la vez. Puedo recomendar a Cueva que lea algunos libros sobre el origen, la naturaleza y el desarrollo de la ópera por los diversos estilos: barroco, clasicismo, romántico (y variantes), ópera contemporánea del siglo XX y XXI. Le puedo aconsejar que vea y escuche ópera; que escuche cantantes legendarios para ver si logra entender lo que ópera es; que revise libretos operísticos. Y después, que vuelva a ver Emilia Pérez y confirme si es ópera o no. Por la pasión desmesurada y chistosa con que habla de la película, dudo que cambie de impresión; pero nunca hay que perder la esperanza.
Ninguno de los elementos señalados por Cueva y otros que han llamado “Narcoópera” a la polémica película, corresponden al género operístico: estructura, estilo, música, orquestación e interpretación que parten de ciertos estándares mínimos cultivados durante más de 400 años.
¿Es la película en cuestión un derivado de la ópera? Como se sabe, la ópera seria primigenia se ramificó con diversas características en ópera cómica, opereta francesa y vienesa, “Singspiel” alemán, zarzuela española, musical inglés, comedia musical: todas ellas homogeneizadas por intercalar diálogo y música. Por ningún lado veo que, por estricta calidad, la película musical de Audiard deba adscribirse a ninguno de esos subgéneros; he pensado que, excepto por la severidad de los temas involucrados en la película, su género podría ser el de la revista musical (alguno ha sugerido incluso opera-rock). El problema es que la producción de la película de Audiard es absolutamente antimusical, no fluye. Tiene razón Juan Arturo Brennan: “la parte musical de Emilia Pérez ostenta textos atroces sin ton ni son, sin ritmo, ni metro, ni poética alguna, envueltos en una música sosa y olvidable (firmada por Clément Ducol y Camille Dalmais), todo ello cantado sin afinación, sin un flujo musical perceptible, por voces anodinas y, sobre todo, sin la menor convicción; las coreografías complementarias son igualmente torpes” (La Jornada; 08-02-25).
Si Emilia Pérez logra mejores arreglos orquestales, mejores solos, mejores coros, mejores intérpretes, mejores cantantes, mejor coherencia y articulación de la historia y las canciones: mejor todo, tal vez pueda tener una oportunidad en Broadway, tal como está en la película: imposible.
En suma, habiendo dicho todo lo anterior: la película de Audiard sí está siendo bien clasificada por los espectadores y críticos: su naturaleza oscila entre la deposición y el arte. ¿Está más cercana de la primera que del segundo o viceversa? Acaso un término medio no le caiga nada mal; el imperio de Cronos lo establecerá.
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Héctor Palacio en X: @NietzscheAristo