Empiezo con tres preguntas:
- 1. ¿Hay profesionales del derecho traficantes de influencias? SÍ. Pero también hay juristas decentes, y estamos obligados a pensar que son la mayoría.
- 2. ¿Hay personas juzgadoras que se corrompen? SÍ. Pero en la judicatura, en todos los niveles, sobran ejemplos de verticalidad.
- 3. ¿Hay razones para afirmar, como lo han hecho el presidente AMLO y el monero Hernández en La Jornada, que Emilio Lozoya Austin fue liberado —en realidad está ahora en prisión domiciliaria— gracias a que así lo decidió la SCJN? NO. Si hubiera una sola evidencia de ello, ya se habría conocido.
Voy al tema de Lozoya, que desató el último enfrentamiento —el más reciente, pues: desgraciadamente habrá más— entre el presidente de México y la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Cito al diario de izquierda La Jornada:
“El lunes pasado, los integrantes del segundo tribunal colegiado en materia de apelaciones, Juan Pedro Contreras Navarro, Gabriela Vieyra Pineda y Manuel Bárcena Villanueva, resolvieron que es injustificada la prisión preventiva contra Lozoya Austin y ordenaron que se le dictara libertad de manera inmediata y se modificaran las medidas cautelares”.
Está claro que el cambio en la situación de Lozoya lo decidió un tribunal colegiado, no la SCJN. Suponiendo que dos magistrados y una magistrada actuaron mal —no tengo autoridad profesional para evaluarlo—, en el hecho cuestionado no intervinieron los ministros y las ministras de la cúpula del poder judicial.
Al monero Hernández le diría que los errores de un articulista o de un caricaturista de La Jornada no son responsabilidad de los consejos de administración y editorial del periódico dirigido por Carmen Lira. A AMLO le recordaría que si falla alguien de su gabinete, la culpa no es del presidente.
Si hay dudas acerca de la honestidad de los magistrados y la magistrada que enviaron a su casa a Lozoya, lo sensato sería denunciarles, si no me equivoco ante el Consejo de la Judicatura Federal, presidido por la misma mujer que encabeza la corte suprema, la ministra Norma Piña.
Los y las juristas a veces dicen en latín: Ei incumbit probatio qui dicit, non qui nega, esto es, incumbe la prueba al que afirma, no al que niega. También afirman de vez en cuando: Actore non probante, reus est absolvendus —no probando el actor, el demandado debe ser absuelto—. Según entiendo, tales expresiones son del famoso Código Justiniano o Corpus Iuris Civilis, la recopilación de leyes romanas que dieron forma a todo el derecho europeo.
¿Estoy pecando de eurocentrismo? No lo sé. Pero en cualquier caso dudo que alguien pueda oponer a los citados mejores principios de derecho. Por lo demás, creo que Andrés Manuel y el monero Hernández estarán de acuerdo conmigo en que, por supuesto, quien acusa debe probar.
Por cierto, si hay dudas acerca de si la SCJN intervino en el caso Lozoya, el presidente López Obrador podría preguntar a dos personas de su absoluta confianza que participan en lo más alto del poder judicial, Loretta Ortiz Ahlf y Lenia Batres Guadarrama. Ambas ministras le dirían la verdad al titular del ejecutivo: no hay nada que lleve a pensar que hubo una intromisión indebida de la corte suprema en la decisión de mandar a Lozoya a su domicilio, así que si se sospecha de algo irregular, habrá que buscarlo en el propio colegiado —del que, lo aclaro, no tengo ningún motivo para dudar, pero ahí se hizo lo que ofendió a todo México: beneficiar a un delincuente evidentemente enriquecido con dinero público—.
Por lo demás, Andrés Manuel acusó a la ministra presidenta Norma Lucía Piña Hernández de algo que sería muy grave si no se tratara de palabras expresadas al calor de la pasión política: haber dado a jueces y juezas “licencia para robar”. Si ahí hubiesen quedado las palabras del presidente de México, no habrían generado ninguna crisis a nadie. Estamos acostumbrados a las descalificaciones entre quienes tienen posiciones ideológicas distintas. Si Norma Piña no le ha dado ni una buena a AMLO, este cuando puede la critica, y ya está. Donde las dan las toman, como luego se dice.
Ayer, en la mañanera, la crisis llegó cuando el presidente López Obrador, seguramente en un intento de cuestionar con más fuerza a la ministra Piña, puso como ejemplo de buena conducta en la SCJN al ministro en retiro y expresidente de la institución, Arturo Zaldívar Lelo de Larrea. Sin proponérselo, Andrés metió en un terrible problema a Zaldívar, quien debe estar realmente preocupado por el golpe a su prestigio, ganado en años de trabajo, de jurista de primer nivel.
Palabras más, palabras menos, el presidente AMLO dijo que cuando Arturo Zaldívar ocupaba la silla más importante en la SCJN le pedía “respetuosamente” intervenir en ciertos asuntos. Todos y todas, si fuimos a la escuela a nivel secundaria, aprendimos aquello de Montesquieu: “Para que no se pueda abusar del poder, es preciso que el poder detenga al poder”. De ahí que, para limitar los excesos de quienes integran las instituciones del Estado, este debe dividirse en tres poderes independientes entre sí —ejecutivo, legislativo y judicial—, ninguno de los cuales se debe subordinar a cualquiera de los otros, ni siquiera ante una sugerencia realizada “respetuosamente”.
Arturo Zaldívar entró en una crisis fea, de la que solo saldrá dando una explicación creíble y con datos acerca de lo que AMLO dijo. Espero que lo haga. Quizá si el presidente hubiera dicho que las respetuosas peticiones a Zaldívar se le hicieron no por presidir la SCJN, sino por la segunda de sus funciones, dirigir el Consejo de la Judicatura Federal, el problema sería menor. Pero Andrés no mencionó a ese consejo y rápidamente cayó sobre Zaldívar un tsunami de cuestionamientos que deberá enfrentar con absoluta honestidad y diciendo la verdad: no tiene de otra.
En la misma mañanera, AMLO precisó que su molestia no obedecía solo a Lozoya, sino a decisiones de jueces y juezas que favorecen a la delincuencia. Cito al presidente:
“No solo es la libertad, aun cuando se trate de libertad domiciliaria para políticos, sino la delincuencia organizada, con mucho poder, acaban de suceder casos así, donde los jueces protegen y ordenan que se libere a un delincuente en horas, no 72 horas, en 24 horas, y un sábado”.
Andrés Manuel propuso para la corte suprema a los y las mejores juristas que ha conocido, y ha conocido a bastantes, en su larga carrera política. El presidente no entiende que dos de estas personas —Juan Luis González Alcántara Carrancá y Margarita Ríos Farjat— le hayan llevado la contra en algunos asuntos. Pero él y ella solo han aplicado lo que aprendieron en universidades, en la escuela de la vida y en los libros que han leído.
Sugiero al presidente López Obrador que, para reflexionar con profundidad acerca de por qué tantos delincuentes peligrosos son liberados en pocos días o en pocas horas, llame a un diálogo a personas con quienes ya ha dialogado con seriedad, Ríos Farjat y Alcántara Carrancá, y otras dos ministras que propuso, Loretta Ortiz y Lenia Batres. No le mentirán.
Pienso que ese problema es mucho más profundo que solo atribuirlo al influyentisno de quienes fueron secretarios y hasta consejeros jurídicos con Fox, Calderón y Peña Nieto y hoy son carísimos litigantes o coyotes bien pagados en juzgados, y asimismo va mucho más allá de diagnosticar que se debe al neoliberalismo de integrantes de la SCJN y de tribunales menores. El grave problema de que no se castigue a los peores criminales sin duda puede relacionarse con corrupción e incompetencia de jueces y juezas, pero también con corrupción e incompetencia de los y las fiscales.
Y, ni hablar, hay un hecho que debe analizarse y que impide el buen trabajo de tribunales y fiscalías: el miedo. ¿No tenemos todos y todas en México miedo a los narcos? También tienen miedo, y mucho, quienes investigan los hechos violentos y juzgan a los capos que llegan a ser detenidos.
Tendrá la presidencia que diseñar, mediante el diálogo con quienes conocen de derecho, métodos para proteger a jueces y juezas. Esto es muchísimo más importante que provocar a las barras de abogados con la propuesta de que a ministros y ministras se les elija mediante voto directo, con la que nadie está de acuerdo.