En su negociación con el presidente Trump, la presidenta Claudia Sheinbaum hizo prueba de enorme talento político y de una habilidad muy propia de las mujeres que han debido abrirse camino en este mundo patriarcal: la de luchar por sus objetivos, desde una posición que los hombres no perciban como amenazante.

El resultado le ha valido el reconocimiento de líderes mundiales, aunque como ella misma lo expresó en la conferencia mañanera de ayer, nunca falta quien, en nuestro propio país, se aprovecha de la coyuntura para llevar agua a su molino. Al respecto, la presidenta mencionó un artículo del Reforma que planteaba como solución a la crisis cambiar las políticas gubernamentales.

La referencia era probablemente al artículo de Enrique Krauze del domingo pasado, quien planteó que ante la embestida de Donald Trump era necesario, entre otras cosas, detener la reforma judicial para salvaguardar el Estado de derecho.

Desde mi perspectiva como juzgadora y abogada constitucionalista, la apuesta debe ser la contraria.

Nuestra Constitución establece que las personas juzgadoras deben ser elegidas mediante el voto popular. Por más controvertida que haya sido la reforma, es la Ley Suprema de la Unión y los poderes constituidos no tienen otra opción que acatarla. Pero no sólo eso, tienen el deber de hacerla efectiva y para ello es necesario entenderla e interpretarla desde una perspectiva que trascienda las luchas partidistas e ideológicas.

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Si la reforma buscó renovar el sistema judicial para tener una mejor justicia, debemos identificar cuál es la relación entre la elección popular y el Estado de derecho, para de esa manera reforzar los elementos de conexión entre una y otro. Ya no es momento de cuestionar si esto es posible, sino de establecer los estándares que deben cumplirse para que la reforma cumpla su cometido.

Este análisis debe necesariamente partir de reconocer que nuestro sistema de justicia, hasta hoy, no ha sido digno de ese nombre. El statu quo es simple y sencillamente indefendible. Recurrir a los postulados clásicos del constitucionalismo liberal para defender un sistema judicial que no funciona, demuestra lo vacío que puede ser ese discurso.

La elección de personas juzgadoras pone al pueblo en el centro de la ecuación. Se trata de que el sistema judicial rinda cuentas y de que imparta una justicia que la gente reconozca como tal. Esto implica escuchar a las personas, entender sus necesidades, verlas a los ojos y tener empatía. El hecho de hacer campañas y de someterse a reelección obligará a las personas juzgadoras a conocer a la población a la que sirven, así como a comunicarle en forma efectiva su labor, de tal manera que la justicia sea el producto de ese diálogo.

Para que esto sea posible, es fundamental que haya transparencia en todas las etapas del proceso, desde la selección de candidaturas hasta el dictado de las sentencias. Es fundamental también que haya un cambio tangible, desde ahora, en la manera en que se imparte justicia. Para ello será necesario que desde la Suprema Corte se ejerza un liderazgo que dé cohesión al Poder Judicial y que las sentencias que se dicten recojan esta nueva idea de justicia que habrá de construirse de la mano de la ciudadanía. En su carácter de máximo tribunal, la labor de la Corte servirá de modelo para el resto de la judicatura del país, lo que supone un enorme reto y responsabilidad.

En el complicado contexto internacional en el que nos encontramos, nuestro país está en posición de colocarse a la vanguardia del constitucionalismo. Pero para ello es necesario unir esfuerzos en torno a esa nueva visión de la justicia plasmada en la Constitución y construirla colectivamente. Ahora, más que nunca es fundamental lograr el éxito de la reforma judicial.