La encuesta de este miércoles del diario Reforma —El Norte, en Monterrey; Mural, en Guadalajara— contradice sus datos de ayer, en los que se decía algo absolutamente falso: que en su cuarto año de gobierno el presidente Andrés Manuel López Obrador tiene la misma popularidad que en su momento tuvieron los expresidentes Ernesto Zedillo, Vicente Fox y Felipe Calderón.
La demostración de que eseo es falso está en los resultados electorales de los expresidentes. Zedillo, por impopular, no llevó a su partido, el PRI, a ganar tantas elecciones como en periodos anteriores. Fox, por decepcionante, solo con fraude electoral evitó el triunfo de su opositor AMLO. Calderón, por su pésimo desempeño, provocó que su partido, el PAN, quedara en tercer lugar en las elecciones de 2012.
En cambio, el partido de AMLO, Morena, gana de todas, todas. Hoy la encuesta de preferencias electorales presidenciales del propio Reforma lo reafirma. Si ahora mismo fueran las elecciones de 2024, Morena arrasaría; arrasaba en anteriores encuestas, pero la ventaja del partido de Andrés Manuel ha crecido.
En el interior de Morena, Claudia Sheinbaum sigue incrementando su ventaja sobre el ya bastante rezagado Marcelo Ebrard, y los que de plano harán bien en retirarse por sus ridículamente bajos números son Adán Augusto López y Ricardo Monreal.
Claro está, como en Reforma gustan del cuchareo, la ventaja de la jefa de gobierno y de Morena debe ser todavía mayor.
Por lo demás, según Reforma la alianza opositora no tiene figuras para retar a Morena, y es verdad. Ya ni siquiera aparece Lilly Téllez, a quien tanta estridencia, tantos insultos contra AMLO y Sheinbaum más que beneficiarla la han perjudicado. Solo Luis Donaldo Colosio Riojas es apreciado en la oposición, pero su partido, MC, nada representa.
En fin, Reforma se ha refutado a sí mismo, lo que nos demuestra que era grilla de ese diario igualar a AMLO con Zedillo, Fox y Calderón.
Un discurso para la SCJN
Este discurso de Javier Quijano Baz debe ser leído por 11 ministros y ministras que pronto votarán por el próximo presidente o la próxima presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Les inspirará para elegir a la mejor opción entre Yasmín Esquivel Mossa, Alfredo Gutiérrez Ortiz Mena, Javier Laynez Potisek, Alberto Pérez Dayán y Norma Lucía Piña Hernández. Vale la pena leer algo tan bellamente redactado y sin duda cargado de sabiduría jurídica para evitar la grilla al interior de la corte —por ejemplo contra Esquivel Mossa a quien la comentocracia descalifica hasta con misoginia por su cercanía con AMLO, o contra Pérez Dayán a quien algunas columnas le inventan hechos de su biografía para golpearlo—. Este discurso lo pronunció mi amigo Javier al recibir el Premio Nacional de Jurisprudencia 2022 el pasado primero de diciembre. Aquí lo transcribo sin su autorización; se la pedí y no me contestó nada. Es decir, sí me respondió pero me cambió el tema: seguramente por modesto no desea que se le elogie en público. Si caigo en una falta legal por apropiarme de su texto, espero que no sea grave. Enseguida el discurso de Quijano.
Durante cuatro quintas partes del siglo XX y la primera del XXI la Barra Mexicana ha desempeñado las funciones y objetivos básicos y fundamentales del Colegio como asociación de quienes practican una actividad identificada y diferenciada por la calidad científica y técnica de los conocimientos empleados en el quehacer especializado. Regida por normas legales y estatutarias, nuestra agrupación tiene su fuente en la voluntad de las personas que se afilian; matriculación voluntaria que estrecha y mantiene los lazos del gremio con mucha mayor fuerza que aquella que proviene de las disposiciones que la imponen como obligatoria. Las razones de esta institucionalidad han de encontrarse en los cometidos propios de la colegiación, señaladamente la representación y la defensa.
La Barra, como colegio profesional de abogados, es una corporación de derecho público y es la personificación jurídica de la asociación de los individuos igualados en su perfil profesional. Las diferencias con otras entidades jurídicas se encuentran en las determinaciones estatutarias, recogidas después por la legislación, lo que además implica una comunidad de significación institucional que corresponde a toda persona moral.
Con ese carácter, el Colegio forma parte de la colectividad con la autonomía suficiente para hacer valer sus opiniones y establecer sus valores con un sentido de objetividad que no podría ser alcanzado de otra manera por la comunidad profesional.
La personalidad institucional da al Colegio los elementos idóneos para intervenir en la defensa de los intereses gremiales. La asociación y la misma profesión sólo pueden subsistir en la medida que el desarrollo de la actividad individual esté garantizada.
Todo sistema equilibrado de administración de justicia que haga efectiva la protección de los derechos humanos y de las libertades fundamentales, y la garantía y protección de los demás derechos civiles y políticos que deben estar al alcance de todo individuo sin distinción, depende, desde luego, de una judicatura imparcial e independiente y de su corolario necesario: un foro también independiente; una profesión jurídica ejercida por hombres libres en el más amplio sentido del término. Estos conceptos, que se complementan, ―jueces y abogados independientes y libres―, han sido proclamados a través de la historia y consagrados en multitud de sistemas jurídicos, y han servido para modular el Estado de derecho.
La mayoría de los instrumentos jurídicos internacionales, como la Declaración Universal de los Derechos del Hombre; la Convención Internacional sobre Derechos Civiles y Políticos; la Convención Americana sobre Derechos Humanos; la Declaración Americana sobre Derechos y Deberes del Hombre; la Convención Europea para la Protección de los Derechos del Hombre y las Libertades Fundamentales y la Convención para la Eliminación de Cualquier Forma de Discriminación Racial, consagran en especial el derecho de toda persona a un juicio público y equitativo ante un tribunal imparcial e independiente establecido por la ley.
Ninguna de estas declaraciones o convenciones contiene disposición expresa que garantice la independencia de los abogados, pero ésta se encuentra implícita en las garantías de debido proceso legal, de juicio público y equitativo, de defensa adecuada y de asistencia legal libremente elegida.
A lo largo de este primer siglo de vida de nuestra corporación, se han dado diversas iniciativas por cuerpos internacionales y organismos no gubernamentales, a efecto de destacar ante jueces, abogados y público en general, la importancia de la independencia de la judicatura y del foro en todo Estado de Derecho y a efecto de promover normas o bases generales que las garanticen.
Como se sostiene en la Declaración Universal para la Independencia de la Judicatura, suscrita en Montreal por el Centro para la Independencia de Jueces y Abogados, en julio de 1983, la independencia de estos últimos es un derecho de los individuos y de las instituciones frente al poder público, ya que la necesidad de abogados que los aconsejen, asesoren y representen es una garantía funcional de sus derechos subjetivos públicos y privados.
Así, al igual que la independencia de los jueces, el principio de la independencia de los abogados debe ser respetado, más en atención al bienestar público que en interés de los propios letrados. Es por ello que la Barra ha desempeñado sin descanso su lucha tenaz y persistente por el respeto irrestricto a la separación de poderes y a los principios de inamovilidad judicial y de colegiación voluntaria que son pilares de la independencia y libertad de quienes imparten y de quienes piden justicia.
La impugnación de las violaciones al marco jurídico de las profesiones convierte a los colegios en procuradores de los intereses generales de los títulos objetivos y subjetivos de sus miembros. En la defensa del gremio, la entidad jurídica se abstrae de los conflictos interindividuales y se preocupa por el mantenimiento de la libertad que se asienta en la igualdad de posibilidades de la profesión. Todo atentado que conduzca a la restricción de esta autonomía es motivo de la reacción fundada del Colegio. Una tradición cultivada permanentemente ha hecho de la Barra Mexicana la institución ejemplar, defensora por excelencia de las profesiones liberales, de la independencia de criterio de sus asociados y, en definitiva, del Estado de Derecho que los consagra.
La defensa de la autonomía profesional no regresa al régimen de fueros que a los graduados en la Universidad de México concedía el régimen colonial, ya que una situación de privilegios es lo contrario de un ejercicio liberal, mas sí comprende el respeto a la actividad de los profesionistas que, sobre todo en el campo del Derecho, tienen que combatir la prepotencia injustificada que debilita el orden establecido. La Barra debe, pues, exigir el inmediato restablecimiento de la normalidad institucional anterior a la reciente pandemia viral pulmonar. Impedir el libre acceso de los abogados a los juzgados y tribunales de todas las instancias y a los demás locales relacionados con la procuración y administración de justicia carece ya de justificación alguna. La consulta y estudio de los expedientes judiciales debe garantizarse en todo momento con la única limitación de las usuales medidas de salvaguarda y custodia en los horarios laborales. Es no solo indigno sino por demás inicuo, absurdo, humillante y perverso el que se exija a un abogado que ha concertado una cita previa, que se comunique con el juez por medio de un adminículo telefónico, cuando ambos se encuentran físicamente presentes en la misma oficina.
La libertad de profesión, como es obvio, conlleva riesgos económicos que han de sumarse a los muy diversos provenientes de la misma especialidad. Un abogado que depende exclusivamente de sus honorarios, que carece de la cobertura de una seguridad social propia del trabajo dependiente, tiene que considerar las medidas de previsión que otros omiten. Si por su propia naturaleza jurídica y política de trabajo independiente, el abogado carece de esas prestaciones que hoy son fórmulas comunes, es el Colegio el llamado a estructurar las garantías que en forma parcial o limitada acometan la tarea de la seguridad social. De esta manera la colegiación viene a cumplir una tarea general, en aquél sentido doctrinario del interés que no puede satisfacerse si al mismo tiempo no se satisfacen las necesidades de los miembros del grupo.
Por otra parte, la creciente complejidad del Estado y del gobierno y, por ende, el crecimiento de su cuerpo legislativo ―entendido a la manera tradicional como corpus juris― hace que la información del abogado vaya quedando rezagada, no sólo porque sus ocupaciones le impiden confinarse a un laboratorio jurídico, sino porque la especialización a que le han llevado las circunstancias histórico-sociales le alejan indefectiblemente de las transformaciones en muchos campos del Derecho. Corresponde, pues, al Colegio la preocupación por substituir el aula universitaria con la adaptación que exigen las distintas condiciones de sus miembros. No sólo se autoinforman los abogados agremiados en la Barra, sino que se reúnen en comisiones permanentes, seminarios, mesas redondas, simposia y coloquios en los que se analizan y discuten las reformas legislativas, las tesis y precedentes de jurisprudencia y los actos de gobierno, y se preparan las opiniones gremiales. La actualización colegial es, pues, una función de la mayor importancia y trascendencia, y a la que debe dedicarse el máximo esfuerzo.
Nuestras leyes hablan de un servicio social: condición de la pasantía y deber de ciudadanía, que se realiza con finalidad de aprendizaje principalmente en el primer caso y de muestra de solidaridad en el segundo. Pero para nuestro Colegio el significado de servicio a la sociedad es mucho más amplio y no se limita a la asesoría o patrocinio de los necesitados ―deber ineludible que le imponen no sólo las normas morales que son la esencia de nuestra profesión, sino las de carácter general que consagran los tratados y convenciones internacionales a que hemos aludido―, supuesto que la Barra está llamada a opinar ante el gobierno, a iniciar el cambio legal exigido por las circunstancias, y a presentar sus puntos de vista con la imparcialidad y objetividad que le dan la calidad profesional, la autoridad moral y el prestigio de nuestra asociación. Es esta la vinculación jurídica, desinteresada y objetiva, que sólo un órgano dotado de personalidad propia y de los mencionados atributos puede tener con los demás órganos del Estado al que pertenece y a cuya estructura corresponde.
En el reciente congreso del Colegio, celebrado con motivo de su centenario, se discutió ampliamente sobre nuestro papel en el entorno digital. Para los tecnólogos de la modernidad los abogados, al igual que los jueces, notarios, fiscales o agentes del Ministerio Público, los profesores y académicos en general hemos dejado de ser juristas para pasar a ser meros operadores jurídicos. Se habla ya de sistemas y programas cibernéticos que debidamente alimentados o habilitados pueden resolver diferencias mercantiles de poca monta. Como puede comprenderse, esta línea de pensamiento nos conduce a un futuro ominoso, con lo que no podemos estar de acuerdo.
Expuestas así, de manera somera, las funciones esenciales que nuestro Colegio ha venido desempeñando a lo largo de su ya centenaria existencia, conviene señalar que el imponente desarrollo de la tecnología cibernética de las últimas décadas, que pone al alcance de la mano herramientas utilísimas de comunicación, de creación y almacenamiento de datos de toda índole, desde disposiciones legislativas locales, estatales, nacionales y aún internacionales, hasta criterios de doctrina jurisprudencial y científica de México y el mundo, ha relegado la dignidad profesional de jueces y abogados a la categoría de meros operadores jurídicos, como he dicho, cuando no ya de simples operarios más o menos calificados.
Para terminar y aunque no tenga ninguna autoridad para ello, salvo la que pueda darme el ejercicio constante e ininterrumpido de la abogacía durante más de medio siglo, séame permitido, queridos colegas, hacer ante ustedes una reflexión sobre la esencia de nuestro oficio, sobre la esencia de nuestro ser y quehacer como abogados: creo, junto con Jaques Isorní, que es un error proclamar que el abogado es ante todo un técnico que asesora. Si lo fuera nada le diferenciaría de otros consejeros, sino unos atributos que habrían perdido su razón de ser y que sólo revestiría por vanidad. Durante un célebre proceso penal, el famoso abogado Vincent de Moro-Giafferi asumió la defensa de un acusado que estaba condenado de antemano. Para destruir el carácter inevitable de la condena, el abogado lanzó al Presidente y a Dios, ausente en la audiencia, este apóstrofe solemne y familiar:
―Juez: ¿Para qué tu toga?
─Dios mío: ¿Para qué la mía?
Consideremos la exclamación por nuestra cuenta. ¿Para qué la toga si uno no es más que un consejero jurídico, entendido en prevenir a los ciudadanos de los errores de derecho que podrían cometer en algún contrato? ¿Para qué la toga, que confiere una dignidad casi eclesiástica, si quien la lleva no es más que un experto de lo contencioso? ¿Para qué la toga, si no ha de cubrir más que una mecánica y, para qué observar reglas ceremoniales en un trabajo sin alma?
Cuando el Senado romano designó al muy joven Julio César (23 años) como fiscal en la causa instaurada contra el corrupto pretor Cornelio Dolabela, el célebre Cicerón se acercó a felicitarlo y le recomendó no acusar a Dolabela sino defender al pueblo macedonio víctima de sus expolios.
Nuestro antiguo presidente, el destacado penalista Adolfo Aguilar y Quevedo, sostenía con convicción y vehemencia que el abogado es la defensa. Tenía razón. No ha vivido ni sobrevivido ni sobrevivirá en el espíritu y el corazón de los hombres, sino en calidad de abogado, sin compromisos obscuros, sin abdicaciones disimuladas bajo partes de victoria. No sobrevivirá con su leyenda y su orgullo sino mientras que la defensa de los intereses que reivindica y que se le confían, pase antes que sus intereses personales y corporativos.
Cuando los abogados se reúnen en colegios con el fin exclusivo de ocuparse de la reglamentación de sus beneficios, y de asegurarse sus honorarios y retribuciones; cuando sueñan en convertirse en funcionarios de lo que sea y a costa de lo que sea y escogen a sus propios representantes en atención a sus conmovedoras virtudes colegiales antes que a su carácter o a su talento, cuando se inscriben en listas y publicaciones publicitarias de carácter mercantil, en las que ellos mismos se califican como los mejores, en categorías vulgares de la más torpe cursilería, tienen razón. Como también la tendrían unos marinos que aceptasen hacerse a la mar a condición de que quedasen suprimidos de su rumbo los escollos, las corrientes y las tempestades. Con ello limitarían su ambición ―que debe ser la gran aventura del mar― a la placidez de un estanque poblado de lirios. Ser abogado es pelear, oponerse sin descanso, correr la aventura y el riesgo de la tempestad y la derrota; es aceptar lo incierto, el abismo y el infortunio y, dentro del infortunio, la única suerte que cuenta: la soledad digna.
Nosotros no tenemos derecho a navegar sobre estanques.
El abogado no se adapta al mundo ni a la vida modernos. Como dice Isorní, es un maravilloso anacronismo artesanal casi bíblico. No está condicionado por modas ni por incidentes ni por técnicas. Cuando el abogado deje de ser un anacronismo, dejará de existir.
Si en este nuevo mundo que le domina, el infeliz individuo se ve cada vez más asediado, perseguido y absorbido por el culto y la potencia de las masas, por la omnipotencia de los Estados alimentada por la sumisión de las élites, que al menos el defensor permanezca a su lado y solamente ahí, aunque tenga que vivir en la miseria. Aunque no pueda lograr riquezas materiales y a condición de permanecer fiel a sus principios, conseguirá mantener al menos, en esta noche que comienza, uno de los últimos rayos de nuestra luz.
Ciudad de México, a 1º de diciembre de 2022