Nos dice Sartori que las democracias mueren por demasiado equilibrio y las dictaduras por demasiado desequilibrio. El aforismo tiene una gran fuerza explicativa, pues en el caso de México condensa la parte central del debate que se diera respecto de los límites que, se asumía, portaba la Constitución de 1857 en cuanto al funcionamiento del régimen político y, derivado de ello, el recurso de apelar a facultades extraordinarias y de concentración del poder político para la gobernabilidad del país, que personificara Porfirio Díaz.

El libro de Emilio Rabasa de “la Constitución y la Dictadura” habla de tal dilema y en alguna medida brinda continuidad a lo que, se dice, había señalado Ignacio Comonfort respecto del texto de 1857 al señalar que con esta Constitución no se puede gobernar. En esa misma dirección se ubica los impulsos de reforma constitucional que promoviera Benito Juárez, y que después concretara Sebastián Lerdo de Tejada cuando incorporó el sistema bicameral con la conformación de la Cámara de Senadores, abandonando con ello el sistema unicameral que había caracterizado a dicho ordenamiento constitucional.

Es cierto, se asume que el texto del 57, aunque planteaba un régimen presidencial, en los hechos se inclinaba casi a un sistema parlamentario con una muy poderosa Cámara de Diputados, misma que practicaba un contrapeso sólido al poder Ejecutivo. En ese sentido puede pensarse que esa democracia sucumbió, en parte, por sus excesos de equilibrio, hasta caer en el extremo opuesto al inclinarse a lograr grandes desequilibrios con la dictadura porfirista.

Pero el silogismo no sólo es aplicable a los sucesos ocurridos en la segunda mitad del siglo XIX en nuestro país; también puede ilustrar los acontecimientos que tuvieron lugar en este primer cuarto del presente siglo XXI y en el anterior.

En efecto, buena parte de la etapa postrevolucionaria se advierte que transcurrió en medio de la lucha por construir un sistema político que superara la fase de los caudillos militares, y que hiciera posible la renovación del poder a través de las elecciones celebradas de forma estable y regular, lo cual no ocurrió sino hasta 1934 cuando Lázaro Cárdenas cumplió su periodo de gobierno, sucediéndolo quienes secuencialmente ganaron en los comicios presidenciales.

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Desde luego que ello no ocurrió de forma natural o inercial, pues hubo conflictos reiterados especialmente en las elecciones presidenciales de 1940, 46 y 52, en donde la condición hegemónica del PNR, PRM y el PRI brindó las pautas para iniciar un proceso evolutivo a partir de la reforma de 1946 con la creación de la primera institución federal para organizar los comicios, lo que permitió una vía para sortear tales dificultades y avanzar hacia la etapa de mayor institucionalidad en los procesos políticos.

Dentro del contexto del predominio asegurado del PRI, estaba claro la existencia de corrientes de pensamiento distintas, manifiestas en el surgimiento de otras organizaciones y partidos y de la existencia de corrientes de pensamiento diversas, cuya expresión reclamó la necesidad de abrir las vías que reclamaba la pluralidad política en el marco del sistema electoral, surgieron entonces los diputados de partido en 1964 como una primera respuesta para que la Cámara de Diputados fuera escenario de la pluralidad política.

A partir de ahí se encaminó la necesidad de poner en pie una transición democrática que permitiera la mudanza desde un sistema de partido hegemónico a otro de carácter plural, competitivo y con alternancia en el poder, en condiciones de acuerdo y con base en instituciones y normas que lo hicieran posible, sin fracturas o quebrantos democráticos. Así fue mediante el andamiaje que brindaron las distintas y recurrentes reformas electorales que se detonaron desde 1977 y que tuvieron nuevas expresiones y fórmulas en 1986, 89, 93, 94, 96, 2006 y 2014.

La vieja amenaza del presidencialismo omnímodo que caracterizó a nuestro régimen político quiso despejarse mediante el acompañamiento de las reformas electorales, también con el surgimiento de organismos autónomos y de atribuciones que, en la práctica, acotaron el despliegue presidencialista, como ocurrió con el control de la constitucionalidad por parte de la Suprema Corte, con la autonomía del Banco de México, con el surgimiento de la Comisión Nacional de Derechos Humanos y del Instituto Nacional de Información Pública, principalmente.

Se trató de un proceso encaminado a construir mejores equilibrios en el ejercicio del poder, a elevar la calidad de los procesos electorales y de acotar el presidencialismo exacerbado, para así favorecer el régimen republicano y democrático de gobierno.

Pero sucede que ahora se transita por el camino inverso, pues se abandonan equilibrios y contrapesos, se concentra el poder, se desaparece alguno de los órganos autónomos, se somete al poder judicial, se hace del poder legislativo más un órgano auxiliar de gobierno que uno de control y contrapeso al poder ejecutivo y se edifica una super mayoría legislativa que se convierte en una tiranía de mayoría.

La advertencia de Sartori parece tomar cuerpo pues después de una democracia que imponía equilibrios, se pasa ahora a un desequilibrio que nos coloca en el autoritarismo populista. Si el país transitó antes de la hegemonía de partido a la democracia; ahora se encamina a un traslado que va de la democracia a la hegemonía.