Las marchas y protestas en la zona metropolitana de la Ciudad de México son un fenómeno cotidiano que, si bien representan el ejercicio legítimo de derechos fundamentales, se han convertido en una constante de alto impacto económico, social y logístico. Con una clara tolerancia gubernamental —a menudo selectiva y politizada— este fenómeno plantea una pregunta urgente: ¿cómo equilibrar el derecho a la protesta con el derecho al libre tránsito, a la productividad y al desarrollo económico?
Un costo altísimo para la economía formal. Según datos de la Cámara Nacional de Comercio, Servicios y Turismo, cada jornada de protestas puede generar pérdidas de hasta 500 millones de pesos diarios, afectando principalmente a pequeños y medianos negocios. Si consideramos un mínimo de 12 días de bloqueos significativos al mes por todo tipo de situaciones políticas o sociales, el impacto económico se aproxima a los 100 mil millones de pesos anuales.
Las pymes, responsables del 75% del empleo formal y el 55% del PIB en la zona metropolitana de la CDMX, son las más vulnerables ante este fenómeno. En días recientes, la CNTE bloqueó vialidades tres veces en una semana, afectando a millones de personas y empresas. A esto se suman protestas como las realizadas por el tema de las corridas de toros, donde la afectación va más allá de lo ideológico: daña al comercio, al turismo, al transporte y a la imagen de la ciudad.
Movilidad paralizada, productividad reducida. El transporte público se colapsa, las avenidas principales quedan inutilizadas, la logística empresarial se retrasa y el ausentismo laboral se incrementa. En una ciudad con 25 millones de personas, 16 millones de usuarios diarios del transporte público y más de 7 millones de vehículos particulares, los bloqueos sistemáticos son una bomba económica y de gobernabilidad.
Consecuencias sociales y legales no atendidas. Si bien el artículo 9 constitucional consagra el derecho a la manifestación pacífica. El derecho también al libre tránsito, consagrado en el artículo 11 constitucional, queda a menudo supeditado a la presión callejera. Peor aún, los servicios de emergencia y seguridad se ven obstaculizados, elevando el riesgo para la vida y la integridad de los ciudadanos. No es raro que ambulancias, bomberos o policías no puedan pasar por las marchas.
Mientras tanto, las autoridades mantienen una política ambigua: tolerancia sin planeación. No hay rutas alternas definidas, ni protocolos claros de negociación, ni seguimiento real a los compromisos asumidos en mesas de diálogo. Tampoco existe una ley local moderna que regule las manifestaciones con base en principios de proporcionalidad y respeto a derechos de terceros.
Equilibrio con responsabilidad y regulación democrática. Es hora de plantear una solución jurídica y social que respete el derecho de todos. La protesta debe ser garantizada, pero también organizada.
Ya que les encantan las iniciativas, es necesario legislar una ‘Ley de Manifestaciones para la CDMX’ en especial, que respete derechos humanos y establezca procedimientos claros para rutas, horarios, notificaciones y sanciones ante abusos por destrozos y responsabilidad civil por estos daños.
Crear infraestructura para la protesta organizada, como ocurre en ciudades europeas, donde existen zonas designadas y mecanismos institucionales de atención.
Transparencia en la organización y financiamiento de las movilizaciones. Si hay uso de recursos públicos o de terceros, que se informe claramente.
Monitoreo económico mensual por parte de medios y cámaras empresariales, para dimensionar los impactos y exigir rendición de cuentas.
¿Gobierno o activismo disfrazado? El corporativismo sindical y el clientelismo político han convertido la protesta en un instrumento de presión más que en un mecanismo ciudadano. La movilización parece estar financiada —en parte— con recursos públicos, pero quienes pagan el precio son los que producen, emplean, venden, transportan, consumen y viven en la formalidad.
Los gobiernos no deben gobernar para sus bases, sino para todos. No se puede castigar al sector que genera riqueza lícita y formal. Mientras tanto, la violencia derivada de la inseguridad —cuya expresión sí es legítimamente desesperada— recibe menos atención porque no moviliza votos ni presiona desde el poder.
México necesita que todos podamos manifestarnos, pero también que todos podamos trabajar, circular, vender y vivir en paz. Las marchas no deben ser sinónimo de parálisis, pérdida y frustración. Urge un nuevo pacto urbano basado en responsabilidad, legalidad y equidad.
X: @MarioSanFisan | CEO FISAN SOFOM ENR
Banquero a nivel Directivo con más de 30 años de experiencia de negocios. Ex presidente nacional AMFE corporativo@fisan.com.mx