La distinción entre un estadista y un político, aunque para algunos sea borrosa, representa una divergencia fundamental en cuanto a propósitos y enfoques. Si bien ambos operan dentro del ámbito de la gobernanza, sus motivaciones, estrategias y legados difieren significativamente. Con mayor razón cuando vivimos en tiempos de políticos distraídos.

De acuerdo con la filosofía política, estudios de liderazgo y análisis históricos, hay características y diferencias que definen a estos dos arquetipos.

Un político es un individuo que participa en las actividades de gobierno o influye en las políticas públicas. Su enfoque principal gira en torno a ganar y mantener el poder, jugar en la arena política inmediata y responder a las demandas de sus electores, o de sus patrocinadores. Su enfoque en las ganancias a corto plazo y la conveniencia política inmediata siempre eclipsa los intereses nacionales de largo plazo.

Por el contrario, un estadista encarna una vocación superior; se caracteriza por una visión a largo plazo, un compromiso con el interés nacional y una disposición a tomar decisiones difíciles, basadas en evidencia, incluso a expensas de las ganancias políticas a corto plazo. Prioriza el bienestar de la nación por encima de la ambición personal.

El político representa un liderazgo transaccional, centrándose en la negociación y el compromiso para lograr objetivos inmediatos. El estadista encarna el liderazgo transformador, inspirando una visión compartida y movilizando la acción colectiva hacia objetivos nacionales a largo plazo.

Las columnas más leídas de hoy

La frase atribuida a James Freeman Clarke, “el estadista piensa en la próxima generación, el político en la próxima elección”, resume esta diferencia fundamental. El enfoque del político se centra en los ciclos electorales inmediatos, lo que lo lleva a tomar decisiones que pueden priorizar la popularidad a corto plazo sobre la sostenibilidad. El estadista, sin embargo, considera las consecuencias a largo plazo de sus acciones, esforzándose por construir un legado duradero.

Si bien tanto los políticos como los estadistas enfrentan desafíos éticos, el estadista se guía por una sólida brújula moral, priorizando la integridad y el servicio público sobre el beneficio personal. Reconoce que la confianza es esencial para un gobierno eficaz y se esfuerza por mantener los más altos estándares éticos.

Martin Luther King Jr. decía que “un líder genuino no es un buscador de consensos sino un moldeador del consenso”. El estadista posee la capacidad de unir a diversas facciones, generar consenso en torno a objetivos compartidos e inspirar un sentido de unidad nacional. Es un experto en navegar por aguas políticas turbulentas, construir alianzas y fomentar la cooperación.

El compromiso del estadista con la visión a largo plazo, la conducta ética y la unidad nacional lo distingue del político, que prioriza las ganancias a corto plazo, la ambición personal y las “selfies” que lo distraen. Ya ni siquiera intenta tomar el poder; lo que quiere es tomarse la foto.

El peligro de la distracción política

La distracción política se refiere al fenómeno en el que los líderes políticos y las instituciones desvían la atención de los problemas urgentes hacia asuntos triviales o sensacionalistas, con lo que se socava la gobernanza eficaz. Esta táctica puede conducir a un electorado mal informado, a la parálisis política y a la erosión de los principios democráticos.

En su libro “Truth Decay” (Decadencia de la verdad), Jennifer Kavanagh y Michael D. Rich analizan el papel cada vez menor de los hechos y el análisis en la vida pública. Identifican tendencias como el creciente desacuerdo sobre hechos objetivos y la difuminación de la línea entre opinión y hecho, que contribuyen a la distracción política. Estas tendencias dan lugar al deterioro del discurso civil y a la parálisis, ya que los responsables políticos se centran más en las batallas partidistas que en abordar cuestiones sustanciales.

Henry Kissinger introduce en su libro “World Order” (Orden mundial) el concepto de “frivolidad estratégica” para describir decisiones políticas miopes desconectadas de los intereses a largo plazo de una nación. Sostiene que dicha frivolidad puede conducir a importantes consecuencias geopolíticas, ya que los líderes priorizan las ganancias o distracciones inmediatas por encima de las estrategias sostenibles.

Los medios de comunicación también colaboran con la distracción política. La proliferación de artículos basados ​​en opiniones en lugar de periodismo basado en hechos contribuye a un público desinformado y desvía la atención de los debates políticos sustantivos. Este entorno permite a las figuras políticas explotar temas sensacionalistas, imágenes en redes sociales, distrayendo aún más tanto a los medios como al público de las cuestiones críticas.

La distracción política plantea una amenaza significativa para la gobernanza eficaz y la salud de las sociedades democráticas. Al desviar la atención de las cuestiones esenciales hacia asuntos triviales, los dirigentes políticos corren el riesgo de estancarse, erosionar la confianza pública y comprometer el interés nacional. La distracción política profundiza la polarización y obstaculiza la tarea del gobierno.

La naturaleza de la distracción política

La distracción política se refiere al enfoque deliberado o inadvertido en asuntos triviales o sensacionalistas a expensas de abordar cuestiones críticas. Como señaló Thomas Sowell, muchos políticos priorizan sus propios problemas (como ser elegidos, reelegidos o promovidos) en lugar de la solución de los desafíos que enfrentan sus electores. Este comportamiento egoísta a menudo da como resultado un gobierno transaccional en lugar de uno basado en principios.

La distracción es una herramienta deliberada utilizada por los regímenes autoritarios para mantener el control. Estos regímenes crean caos y sobrecargan a los ciudadanos con información contradictoria para oscurecer cuestiones críticas y socavar la transparencia. Si bien esta táctica es más pronunciada en las autocracias, algunos elementos de ella pueden filtrarse en los sistemas democráticos cuando los líderes se centran en la retórica divisiva en lugar de la formulación de políticas sustantivas.

Erosión de la confianza y las normas democráticas

Los políticos distraídos debilitan la confianza pública en las instituciones al no abordar las necesidades sociales apremiantes. G.K. Chesterton criticó a los políticos modernos por estar más interesados ​​en tomar el poder que en servir al bien público, y los contrastó con los estadistas que priorizan los principios constitucionales y el bienestar colectivo. Esta erosión de la confianza se ve agravada por la polarización política, que prospera en entornos donde los líderes explotan el sensacionalismo y la división.

La exposición diaria a las controversias políticas seguramente afecta negativamente la salud mental de las personas y reduce su motivación para participar en la acción cívica. Esta falta de compromiso debilita la democracia al disminuir la participación colectiva en el gobierno.

Impacto en la cohesión social

La distracción política exacerba la polarización al enmarcar a los oponentes como enemigos en lugar de adversarios. Las investigaciones de académicos serios han demostrado que la polarización fomenta la hostilidad y la desconfianza entre los ciudadanos, creando cámaras de resonancia donde las personas tienen menos probabilidades de comprometerse con diferentes perspectivas. Esta división socava los esfuerzos por crear consenso en torno a soluciones para desafíos compartidos.

Además, el liderazgo distraído a menudo descuida las desigualdades sistémicas. Por ejemplo, el hecho de no abordar las disparidades en la educación o la atención médica perpetúa ciclos de pobreza y marginación. Las comunidades sufren cuando los líderes prefieren sus fotos y las ganancias políticas inmediatas sobre el progreso social de largo plazo.

Lecciones del estadista

Los estadistas ejemplifican un liderazgo basado en la integridad y la deliberación. A diferencia de los políticos distraídos, los estadistas se centran en el bien común y resisten la tentación de gobernar a través del espectáculo o la conveniencia. La afirmación de Edmund Burke, “los representantes deben a sus electores no sólo esfuerzo sino buen juicio”, subraya la importancia de un liderazgo basado en principios para salvaguardar la democracia.

El contraste entre la habilidad política y la distracción es marcado: mientras que los estadistas construyen confianza y fomentan la unidad, los políticos distraídos siembran división y socavan la gobernabilidad.

El camino a seguir

Para mitigar los peligros de la distracción política, los ciudadanos deben exigir responsabilidad a sus líderes. Esto implica examinar el compromiso de los candidatos con la formulación de políticas sustantivas por encima de sus gestos teatrales. Los votantes deben priorizar la integridad y la visión, y no necesariamente el carisma o el partidismo.

Fomentar la educación cívica puede empoderar a las comunidades para reconocer y resistir las tácticas manipuladoras y las fotos convenencieras. Al promover el pensamiento crítico y alentar el diálogo, en lugar de las divisiones, las sociedades pueden contrarrestar los efectos polarizadores de la distracción política.