Me está costando trabajo dialogar sobre la reforma eléctrica con amigos del sector empresarial y de la 4T.
En principio coincido con los críticos del que, sin duda, es el principal proyecto de cambio del presidente López Obrador. A pesar de ello, he buscado las virtudes de la reforma; de ahí que a diario hable con personas expertas tanto de derecha como de izquierda.
Lo terrible radica en que no he encontrado a nadie —en efecto, a nadie— con el ánimo dialogante que hace falta para admitir que sus rivales pudieran tener algo, así fuese solo un mínimo de razón.
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Quienes se oponen a la reforma de AMLO piensan que, si se aprueba, la economía mexicana entrará en la peor de las crisis.
Quienes defienden la reforma eléctrica de la 4T consideran que, si no sale adelante en las cámaras de diputados y senadores, nuestro país sufrirá la peor de sus derrotas.
Me preocupa que se estén creando las condiciones para una polarización todavía mayor a la ya existente.
Tal como están las cosas, después de la reforma, cualquiera que sea el grupo ganador México quedará dividido en dos grupos que se odiarán irremediablemente uno al otro, y entonces: (i) medio país se sentirá absolutamente derrotado y, por lo mismo, decidido a pelear a muerte, por su sobrevivencia, contra la otra mitad, y (ii) medio país, ensoberbecido por la victoria, se sentirá autorizado a pisotear al resto de la sociedad para que, según sea el caso, la reforma pueda implementarse sin problemas o bien para que nunca más vuelva a presentarse un proyecto legislativo de esa naturaleza.
Hay ferocidad en los argumentos de ambos grupos. Así es como se entiende la bondad en México. Sí, como en la famosa expresión de Blasco Ibáñez, pareciera que, para todos, “la verdadera bondad consiste en ser crueles, porque así, el enemigo, aterrorizado, se entrega más pronto y el mundo sufre menos”.
Nos ha invadido el fanatismo. Esta es una pandemia peor que la de coronavirus que tanto daño nos hizo. Para superarla tendremos que empezar por admitir que nos hemos convertido en fanáticos. ¿O alguien metido en el debate de la reforma eléctrica no lo es?
Invito a quienes participan en esta discusión a analizar si cumplen, o no, con los siguientes rasgos de la personalidad —los encontré por ahí, navegando en internet— que caracterizan a quien ha perdido la capacidad de dialogar y ha tomado la decisión de morir por una causa, cualquiera que sea:
- ¿Creen ustedes poseer la verdad y, por lo tanto, no admiten que esta sea cuestionada, tal como me pasa a mí con excesiva frecuencia?
- ¿Han convertido sus ideas sobre la reforma en dogma de fe?
- ¿Se niegan a aceptar la posibilidad de que las creencias contrarias puedan tener algo de verdaderas?
- ¿Han decidido que harán todo lo que puedan para imponer sus convicciones a los demás?
- ¿Se alteran con facilidad —suele ocurrirme con excesiva frecuencia— cuando alguien les lleva la contraria al discutir sobre la reforma eléctrica?
O aprendemos a aceptar a quienes piensan diferente, o vamos a terminar en el peor de los conflictos.