Independientemente de que Ustedes, estimados lectores, crean o no en un mundo paranormal, hoy aprovecho que es “Día de Muertos”, para que hablemos de los fantasmas en la aviación, y de las experiencias del “más allá”.
Dicen los que saben de estos temas parapsicológicos, que las energías de las personas a veces quedan atrapadas, y en otras ocasiones son una memoria que se impregna en las paredes, y que bajo ciertas circunstancias muy específicas vuelven… Y es lo que nosotros solemos llamar comúnmente “fantasmas” pero ¿hay fantasmas en los aviones?
Uno de los casos más famosos que existen es el de la aerolínea Estearn Airlines y su fatídico vuelo 401, que cubría la ruta de la ciudad de Nueva York a Miami. Este vuelo estaba siendo operado por un equipo Lockheed L1011 y el 29 de diciembre de 1972, se estrelló en Los Everglades (humedales tropicales en la parte sur del estado de Florida, EE. UU.), falleciendo 101 pasajeros, y 77 milagrosamente pudieron sobrevivir al impacto, aunque días después, 2 pasajeros más se unieron a la lista de fallecidos, quedando tan solo 75 pasajeros vivos de aquel fatal accidente.
El accidente se debió a que los pilotos no se percataron que el “piloto automático” había sido desactivado, mientras buscaban de manera afanosa un fallo en el tren de aterrizaje delantero. Esto se sumó a la fatiga que ya traían, y no se percataron que iban perdiendo altitud de manera gradual. Finalmente, el avión terminó estrellándose.
Aquí comienza la leyenda: en aras de “optimizar recursos”, la aerolínea decidió utilizar las partes del avión que no se estropearon en el accidente, a modo de refacciones para sus otros equipos.
Fue entonces que los trabajadores de la línea aérea comenzaron a notar “cosas raras”. Algunos incluso reportaron ver a los tripulantes ya fallecidos caminando por el pasillo de avión; en la cabina -contaban- solían ver al comandante del vuelo, “Bob” (Robert) Loft y a su segundo oficial “Don” (Donald) Repo.
Tanto se hablaba de los fantasmas en otros aviones de la compañía, que la línea aérea Estearn Airlines prohibió a sus trabajadores hablar de historias de fantasmas, llegando a amenazarles con despedirlos si eran sorprendidos. Antes del internet y las redes sociales, este tema se “viralizó” de “boca en boca” hasta llegar a oídos de John G. Fuller, que en 1976 sacó un libro titulado “El fantasma del vuelo 401″, y no sólo él, en 1977 Rob y Sarah Elder escribieron el libro “Crash”.
El tema dio para hacer varias películas los siguientes años, “Crash of Flight 401″ y “The Ghost of the Flight 401″, ambas de 1978. Y ya en fechas más recientes, se puede ver esta historia en la quinta temporada de “Mayday: catástrofes aéreas”; el capítulo lleva por nombre “Distracción fatal”.
En nuestra Ciudad de los Palacios también tenemos leyendas. Hay una especial, la famosa niña del aeropuerto. En el área donde se encuentra “el cementerio de aviones” en el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México, cuentan que se puede observar una niña. Los que la han visto, dicen que pide le amarren las agujetas.
Aparece en una zona restringida a los pasajeros, por lo que es imposible que se “cuele” un niño curioso, por eso llama más la atención. También la han visto asomarse por las puertas de los viejos aviones abandonados, incluso, ha habido valientes que han ido a buscarla y suelen verla parada al fondo del galley de un avión, y cuando tratan de alcanzarla simplemente se desvanece en el aire.
Ahora les voy a contar mí propia experiencia en Mexicana de Aviación. Tengo que confesar que me encantan las historias de fantasmas, y tuve varias experiencias que hasta el día de hoy no tienen explicación lógica.
Una vez nos tocó una demora en un “vuelo tecolote”, estos que se hacen de madrugada. Estábamos en el Aeropuerto de León y el empleado de tráfico nos informó de algo que sucede con más frecuencia de la que ustedes se imaginan: en la carga del avión transportábamos un féretro.
Luego de realizar todos los protocolos y rutinas, mientras esperábamos arriba del avión, los miembros de la tripulación nos acomodamos en la parte de atrás del equipo, y aprovechar unos minutos para descansar un poco antes de reanudar nuestro vuelo, con rumbo a la ciudad de Chicago. Imaginen la escena: en plena madrugada, frío, silencio interrumpido solo por los grillos. Los pilotos estaban en la cabina cuando de pronto nos llamaron, y el supervisor me dijo: “ándale, ve a ver que quieren los pilotos”.
El avión, un B757, era un equipo que tenía un solo pasillo, muy largo. Con mis zapatos de servicio, sin tacón, avancé por el piso alfombrado. Cuando llegué a la altura de la clase ejecutiva (poco antes de llegar a la cabina de pilotos) vi a un pasajero sentado; dada la hora del vuelo, no le hablé, por si estaba dormitando, y continúe caminando a la cabina de pilotos. El motivo de su llamado era para avisarnos que empezáramos a prepararnos, porque habían autorizado el abordaje del vuelo. ¿Apenas? ¿Entonces el pasajero que ya está sentado?
Salí de la cabina de pilotos, miré hacia donde minutos antes había visto al pasajero sentado, y ya no había nadie. Un mecánico estuvo en el galley delantero checando las cafeteras, así que le pregunté: “¿a dónde se fue la persona que estaba sentada en la 3C?”
Me miró con cara asombro y dijo: “no ha habido nadie sentado”. Cuando vi al pasajero no me pareció extraño, pues por protocolo suben primero los pasajeros con sillas de ruedas, y asumí que pudieron haber subido a un pasajero con necesidades especiales, pero no, ¡no había nadie sentado! y puedo asegurar que lo vi sentado, tapado con una cobija hasta el cuello, y solo se le veía la cabeza.
Cuando subió el personal de tráfico no resistí y le pregunté: ¿el cuerpo que traemos es de un hombre corpulento?; incrédulo se me quedó viendo y dijo “¿y tú como sabes?” Respondí “creo que lo acabo de ver, sentado en la 3C”.
Tras el incidente, el resto del vuelo fue muy incómodo; yo sentía más frío de lo normal, y traté en todo momento de ir lo menos posible a la parte delantera del avión. No sé, quise evitar la sensación de volverlo a ver.
En otra ocasión, otra vez en un “vuelo tecolote”, el equipo no iba muy lleno, así que las filas de hasta atrás estaban vacías, y las ocupamos para cenar un poco más cómodos, y no sentados sobre las cajas de almacenamiento del galley, con la charola en las rodillas, o de pie, como normalmente se tiene que hacer, así que aprovechamos y nos dispusimos a hincarle el diente a la comida, que nos había dejado de cortesía el comisariato de Los Ángeles.
Recuerdo muy bien el equipo, porque era el que llamábamos “raro”; había pertenecido a una aerolínea española, y aún conservaba esa configuración, era un A320. Le pusimos ese apodo porque en lugar de tener dos baños en la parte trasera, solamente tenía un baño y un clóset.
Mientras cenábamos, mi otro compañero y yo, cada uno sentado en el asiento del pasillo de la última fila, vimos pasar a un pasajero, asumimos que iba al baño, así que no le dimos mucha importancia.
Después de un rato mi compañero me dijo “ya se tardó en el baño, ¿no crees?”, en efecto, ya habían pasado por lo menos 15 minutos y no veíamos que saliera del baño. Acto seguido se paró mi compañero para dejar su charola de comida en el galley, y ver si estaba bien el pasajero; en estos casos nuestra labor es verificar en todo momento que se encuentren bien, así que tocó la puerta del baño.
No hubo respuesta, así que volvió a tocar, esta vez y diciendo en voz alta “señor, ¿se encuentra bien?”. Al no tener respuesta, el protocolo nos autoriza a abrir las puertas de los baños, que tienen un mecanismo para -estos casos- abrirlas desde afuera. En ese momento ya me había levantado del asiento, repasando de memoria lo que dice el manual para estos casos, y con las antenas por todo lo alto, y a la expectativa de lo íbamos a enfrentar al abrir la puerta.
¡Nada!, literalmente nada. Cuando se abre la puerta no hay nadie adentro del baño; ambos nos miramos desconcertados un par de segundos, y comenzamos a cruzar información: ¡pero si vimos cómo pasaba a nuestro lado una persona que iba al baño!, ya habíamos entrado al galley, así que ahí no podía estar; era imposible que se metiera al clóset, ahí estaban nuestras maletas ocupando el espacio.
Ambos estábamos seguros de lo que vimos, ambos vimos a una persona con ropa oscura dirigiéndose al baño trasero del avión, y nunca salió. Hasta el día de hoy sigo sin poderle dar explicación a lo sucedido. La lógica dice: tal vez alucinamos por el cansancio del vuelo, pero ¿los dos vimos exactamente lo mismo?, es lo que me hace dudar.
Hoy es Día de los Muertos, y todo se vale. Mi abuelo materno era el hombre más lógico que he conocido, y ante estos eventos simplemente decía “son supercherías”. Hoy le digo “dame chance, abuelo”, y permíteme la licencia de cerrar esta columna diciendo a mis lectores que tal vez, solo tal vez, en sus próximos vuelos, además de volar con los vivos, vuelen con seres “del más allá”. Si no existe, no pasará nada, pero si es que existe, allá nos encontraremos abuelo, y me dirás si es posible esto que hoy platico.