Ayer comí con dos abogados de los buenos —prestigiados, famosos, sabios en su disciplina—. Son mis amigos y, a veces, me invitan al restaurante de Arturo Cervantes, en Polanco. Sí, un establecimiento fifí.

Media hora después de que nosotros empezáramos a comer, llegó Carlos Loret de Mola y se sentó en la mesa de al lado. No me saludó, no lo saludé; no me vio, no lo vi.

¿Lo conozco? Lo suficiente como para percibir con facilidad su presencia a pocos metros de distancia. No somos amigos, pero he estado con él algunas veces, inclusive en sus programas de radio y TV. Ayer no me saludó porque no quiso; y no lo saludé porque no quise.

Entiendo a Loret: le deben molestar mis críticas frecuentes a su trabajo. Lo considero más activista de oposición que periodista y así lo he escrito muchas veces.

Es una verdad científicamente comprobada que a nadie molestan más las críticas que a los críticos. Me consta. Hace tiempo, también en un restaurante, Raymundo Riva Palacio me castigó con el látigo de su desprecio. Resultó evidente porque saludó a la persona que estaba conmigo, y a mí no.

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Hace años, cuando me despidieron de Milenio por colaborar en el proyecto de cambio político de López Obrador, critiqué a su entonces director editorial, Carlos Marín. Dije en el programa de Carmen Aristegui que él era un chaparro acomplejado. Quizá me excedí y me debí haber ganado una multa del Conapred por utilizar expresiones discriminatorias, pero lo cierto es que la estatura del señor Marín no le da para intentar ser titular en un equipo de la NBA. Seguramente eso le tiene sin cuidado porque el basquetbol no le gusta. No es mi caso: a mí me fascinaba el baloncesto y no pude destacar, pero no por falta de habilidad, que alguna tenía, sino por mi estatura casi liliputiense, aunque, lo que sea de cara quien, Marín es todavía más digno de poseer pasaporte de la hermana república Liliput que yo.

Después de que criticara esa vez a Marín, su compañero y amigo Joaquin López-Dóriga, indignado, dijo en su espacio de Milenio que a mí me habían perdido. “Lo perdimos”, fue su expresión. Me perdieron, en efecto.

Debo admitir que todavía me llevo, y muy bien, con algunos activistas anti López Obrador en los medios, como Jorge Castañeda, con quien he estado en Arturo`s. La ventaja de Jorge es su madurez para aguantar que se le cuestione, rasgo de la personalidad muy apreciable que no caracteriza a la mayoría de los intelectuales y periodistas.

El caso es que ayer, a la hora de la comida, en mi mesa supongo que en la de Loret también— un tema de conversación era la lluvia y los problemas, a veces verdaderas tragedias que el agua desbocada provoca en nuestro país. A las tres de la tarde, más o menos, el aguacero ya era tormenta y asustaba.

De los sismos no hablamos porque, simple y sencillamente, no estaban en la agenda, por así decirlo. Nadie podía saber que, ayer en la noche, temblaría con fuerza en la Ciudad de México.

Anoche, en la calle, afuera del edificio en el que vivo en la colonia Santa Fe, pensaba que los mexicanos enfrentamos tantas crisis y no hemos entendido la necesidad de tratar de superarlas como equipo.

Demasiados temas complicados. Inundaciones, sismos, la pandemia que no cede. La economía empieza a reactivarse después del parón de 2020, pero como el sistema financiero global no ha logrado estabilizarse del todo, el riesgo de retroceder es enorme.

El sentido común aconseja actuar como equipo, pero no queremos. En vez de unirnos para ser realmente eficientes en la persecución de objetivos comunes, cada día nos dividimos más.

Y no hablo solo de que Loret no me saludó ni de que yo no lo saludé a él. Esa es una anécdota, y ya.

Lo triste es lo que entendemos por democracia, que en vez de llevarnos a trabajar juntos, nos separa.

Elegimos un líder en 2018. Sin duda nuestro sistema democrático funcionó, pero solo hasta ahí. Es decir, todos aceptamos el triunfo de un candidato y un partido, pero rápidamente los perdedores, en vez de colaborar con el ganador, se han dedicado a sabotear su trabajo. Sabotearlo, no tengo ninguna duda.

No pocas personas militantes de la oposición —no solo políticos, sino también empresarios y periodistas— han ido bastante más allá de lo prudente en una sociedad abierta y respetuosa de las libertades: expresar tranquilamente sus desacuerdos e intentar imponer sus puntos de vista, sin mentiras, tanto en los espacios mediáticos como en los legislativos.

A veces pareciera que buscamos ir mucho más lejos del sano debate democrático. En no pocas ocasiones no considero exagerado hablar de golpismo.

Nunca habíamos tenido más democracia ni gozado de más libertades, pero también, tristemente, nunca habíamos estado tan desunidos y tan decididos a destrozarnos.

¿Tiene sentido continuar así? Inclusive los montañistas más experimentados se pierden, se accidentan y aun mueren si, cuando llega la tormenta, se dividen para buscar cada quien su salvamento sin la colaboración de los demás.

Tenemos un líder, lo elegimos, tiene el derecho de trabajar para consolidar sus proyectos. Si no nos gusta lo que hace, habrá oportunidad de intentar cambiarlo, ya sea en la consulta de derogación de mandato del próximo año o en las elecciones presidenciales de 2024.

Ahora, sin procesos electorales en el corto plazo, lo prudente es apoyar al líder que elegimos para que las cosas salgan. Críticamente, sí, pero una cosa es la crítica y otra la perversidad.

Hoy leí en Milenio a los ya mencionados Marín y López-Dóriga. El primero calificó de “idiota y demoniaco” a Hugo López-Gatell por no estar d acuerdo con vacunar a los niños, no ahora. El segundo diagnosticó, por el mismo tema, “miseria oficial con los niños”. No se vale usar a los niños como instrumento para que la gente se enoje con AMLO.

He sido tan crítico como ellos del rockstar de la epidemiología. Pero, en este caso —un tema que particularmente me duele porque conozco de primera mano la enfermedad infantil grave—, en el asunto de las vacunas para niños creo que el subsecretario de Salud nada más busca argumentos, y no los encuentra, para no decir claramente que vacunas nos faltan, ya que el nuestro no es un país rico, y más nos faltarán —mayor será el problema financiero para adquirirlas— si se hace realmente necesaria una tercera dosis como refuerzo.

No hay tal miseria oficial con los niños; hay un plan que los deja al último porque ni siquiera alcanza para cubrir a todos los adultos. Sí, los niños también se contagian, y a veces enferman de gravedad después del covid. Pero, todavía, los adultos somos más vulnerables. Ojalá, en su visita a Joe Biden, el presidente López Obrador logre mejores acuerdos para contar con más vacunas; para todos, sí.

En su columna de hoy López-Dóriga también se refirió al fallecimiento de 6 pacientes intubados en el hospital del IMSS de Tula. La causa fue un fenómeno natural brutal, pero Joaquin le exige al director del instituto, Zoé Robledo, “revisar los protocolos de todos sus centros hospitalarios para evitar que se repita la tragedia”.

No está mal revisar protocolos, pero ¿qué hacer si ese y otros hospitales, en otros gobiernos, fueron construidos en zonas peligrosas, al lado de los ríos, en cerros inestables…, todo por la maldita corrupción? Hospitales que López-Dóriga, probablemente —así era él— aplaudió en sus noticieros cuando otros presidentes los inauguraron.

Lo que más deseo para México en estos momentos es unión en las diferencias, trabajo en equipo y respeto al líder sin dejar de cuestionarlo, pero con argumentos objetivos, que desde luego existen.