A lo largo de la historia, el papado ha combinado dimensiones espirituales, pastorales y también políticas. El Vaticano no solo es el centro de la iglesia católica, sino también un Estado soberano con relaciones internacionales, representación diplomática y una voz que, en ciertas coyunturas, pesa más que la de muchos gobiernos. En ese escenario, el Papa Francisco supo encarnar con singular fuerza el papel de jefe de Estado. Y lo hizo de una manera que conjugó su sensibilidad pastoral con una visión ética de la política global, sin caer en el partidismo, pero tampoco en la neutralidad pasiva.

Desde su elección en 2013, Jorge Mario Bergoglio demostró que entendía el peso geopolítico del Vaticano. Su voz, siempre cargada de acento latinoamericano, se convirtió en un referente moral en un mundo convulsionado, desigual, fragmentado. Pero su liderazgo no se limitó a los discursos: utilizó con inteligencia la diplomacia vaticana, interpeló a líderes mundiales, denunció injusticias estructurales y tendió puentes en conflictos donde nadie más podía hacerlo.

Francisco fue el primer Papa latinoamericano, y esa condición no fue solo geográfica: marcó su mirada del mundo. Desde el principio dejó claro que su pontificado estaría centrado en los márgenes: los pobres, los migrantes, los descartados. Esa opción preferencial por las periferias tuvo consecuencias políticas. No fue casual que su primera visita fuera a la isla de Lampedusa, epicentro de la crisis migratoria en el Mediterráneo. Allí denunció la “globalización de la indiferencia”, un concepto que luego se convirtió en uno de los ejes éticos de su discurso internacional.

Ese tono crítico no se diluyó con los años. Francisco fue constante en su denuncia del capitalismo salvaje, de la cultura del descarte, del extractivismo depredador. Su encíclica Laudato Si’ fue leída no solo en círculos eclesiales, sino también en foros políticos y ambientales como un manifiesto sobre la urgencia ecológica. En ella, el Papa llamó a una “conversión ecológica”, un cambio en el modelo económico global. Pocos líderes religiosos han planteado una crítica tan articulada al sistema económico internacional como él.

La política vaticana opera con herramientas distintas a las de otros Estados. No tiene ejército ni poder económico, pero sí cuenta con una influencia simbólica enorme. En ese terreno, Francisco brilló. Su liderazgo se sostuvo en el poder de la palabra, en la legitimidad ética y en la red global que representa la iglesia católica.

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El Papa aprovechó esa red para intervenir en procesos políticos complejos. Un ejemplo emblemático fue su rol en el restablecimiento de relaciones entre Estados Unidos y Cuba. La diplomacia vaticana, tradicionalmente discreta y paciente, facilitó los diálogos secretos entre Washington y La Habana. Cuando en 2014 se anunció el deshielo, tanto Barack Obama como Raúl Castro agradecieron explícitamente la mediación del Vaticano y del propio Francisco.

También fue notable su acercamiento al conflicto colombiano. Aunque no tuvo un rol directo en las negociaciones de paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC, sí ofreció un respaldo simbólico que resultó fundamental para consolidar el proceso. Su visita a Colombia en 2017, bajo el lema “Demos el primer paso”, fue interpretada como un gesto de aliento a la reconciliación.

En otros contextos, como Venezuela, su papel fue más complejo. Intentó mediar, llamó al diálogo, recibió delegaciones tanto del oficialismo como de la oposición, pero los resultados fueron limitados. Allí se notaron las tensiones entre el ideal diplomático de neutralidad y la necesidad de tomar posturas más claras frente a crisis humanitarias o autoritarismos.

Bergoglio también intentó frenar la guerra de Ucrania en 2022, que calificó de “asquerosa”, pero no pudo, lo que sin duda se convirtió en una de sus grandes desilusiones.

Una de sus últimas batallas la dio con una contundente crítica a los planes de la administración de Donald Trump para realizar deportaciones masivas de migrantes, advirtiendo de que la expulsión forzada de personas únicamente por su estatus ilegal cooptaba su dignidad inherente y señaló, “terminará mal”.

Francisco entendió la política como un ejercicio ético, no como una contienda ideológica. Por eso su voz fue incómoda tanto para gobiernos de izquierda como de derecha. Cuando habló de migración, incomodó a Europa. Cuando denunció la cultura del descarte, molestó a las élites económicas. Cuando visitó Irak en 2021, en plena pandemia y bajo condiciones de riesgo, lo hizo con la convicción de que la paz y el diálogo interreligioso eran más importantes que cualquier cálculo geopolítico.

Nunca fue un Papa “militante” en el sentido partidista. Pero sí fue un líder profundamente político en el sentido más noble del término: entendió que la fe no puede estar desligada de la justicia, que el evangelio tiene consecuencias sociales, y que el poder debe estar al servicio de los más vulnerables.

Su forma de ejercer el papado estuvo marcada por una preferencia clara por la paz, el desarme y la fraternidad. En 2020 publicó Fratelli Tutti, una encíclica social que puede leerse como un verdadero manifiesto político sobre la necesidad de construir una comunidad internacional basada en la solidaridad, el diálogo y el respeto mutuo. Allí criticó el nacionalismo excluyente, el populismo autoritario y el individualismo que fragmenta el tejido social.

No todo fue armonía. Francisco también enfrentó críticas por su estilo político. Algunos sectores lo acusaron de intervenir en asuntos internos de los Estados o de adoptar un tono demasiado ideologizado. Otros lamentaron lo que consideraron ambigüedad frente a regímenes autoritarios, especialmente en el caso de China, con quien el Vaticano firmó un controvertido acuerdo sobre el nombramiento de obispos.

Ese acuerdo, si bien buscó asegurar cierta autonomía para la iglesia católica en territorio chino, fue leído por muchos como una concesión excesiva a un régimen que persigue la libertad religiosa. Fue una muestra de los dilemas de la diplomacia vaticana: el equilibrio entre la apertura y la firmeza, entre el diálogo y la defensa de principios.

Francisco supo, como pocos, utilizar su rol de jefe de Estado para influir en el tablero global sin perder de vista su vocación pastoral. Habló con jefes de Estado, participó en foros multilaterales, envió mensajes a la ONU y al G20, recibió a líderes de todas las latitudes. Pero nunca dejó que la política institucional eclipsara su compromiso con los pueblos, con los pobres, con los descartados.

En tiempos donde muchos líderes caen en el cinismo o en el pragmatismo sin alma, el Papa Francisco representó otra forma de ejercer el poder: una que busca construir puentes en vez de muros, que pone la ética por encima de la ideología, y que recuerda que la política, en su sentido más profundo, es una forma de amor por el prójimo.

Con su partida, el mundo pierde a una figura que, sin ser gobernante de una superpotencia, tuvo el coraje de hablarle a los poderosos en nombre de los que no tienen voz. Su legado político, como su legado espiritual, será objeto de debate por años, pero hay algo indiscutible: Francisco encarnó una visión del papado que supo combinar fe y justicia, oración y acción, espiritualidad y política. Y eso, en un mundo herido, no es poca cosa.