En una decisión que ha sacudido la relación bilateral entre México y Estados Unidos, el Pentágono ha anunciado el envío de 1,500 soldados adicionales a la frontera con México, sumando un total de 3,600 efectivos estadounidenses en la región. Esta medida, lejos de ser una respuesta aislada, es un claro reflejo de una crisis de inseguridad y narcotráfico en la frontera norte que el gobierno federal mexicano ha manejado con una indiferencia y una ineficacia que claman al cielo.

La presencia militar estadounidense en la frontera no solo es una señal de alarma sobre la incapacidad de México para controlar sus propios territorios sino también una bofetada a la soberanía nacional. Donald Trump, en su segundo mandato, ha vuelto a utilizar la frontera como un campo de batalla para su política de seguridad, dejando en evidencia la debilidad de las estrategias mexicanas contra el narcotráfico y la migración ilegal. La administración de Claudia Sheinbaum, que prometió un cambio significativo en la política de seguridad, parece haber olvidado la frontera norte, permitiendo que esta se convierta en un escenario de violencia y tráfico de drogas sin precedentes.

La crítica no puede ser más severa. Mientras el gobierno federal se enfrasca en discursos sobre la “Cuarta Transformación” y la paz, la realidad en la frontera es de guerra. Los cárteles han tomado el control de vastas áreas, operando con impunidad, mientras la respuesta del Estado mexicano ha sido, en el mejor de los casos, insuficiente. Las políticas de seguridad pública se han enfocado más en la retórica que en la acción efectiva. La militarización de la frontera por parte de Estados Unidos es, en esencia, una admisión de que México no puede o no quiere manejar la situación.

Este despliegue militar estadounidense no solo afecta la soberanía de México sino que también pone en riesgo a las comunidades fronterizas. La militarización puede aumentar la tensión y posiblemente el uso de la fuerza, poniendo en peligro a inocentes atrapados en la línea de fuego entre cárteles y fuerzas militares. La seguridad en la frontera debería ser un asunto de cooperación, no de imposición unilateral por parte de un vecino que ve a México más como un problema que como un aliado.

La administración de Sheinbaum necesita urgentemente revisar su estrategia de seguridad. No basta con declaraciones de buena voluntad o promesas de cambio; se requiere una acción contundente, una reforma real del sistema de justicia y seguridad que ataque las raíces del narcotráfico y la violencia. Es necesario fortalecer a las fuerzas locales y federales, mejorar la inteligencia y la coordinación entre agencias, y, sobre todo, combatir la corrupción que ha permitido que los cárteles se arraiguen tan profundamente.

El gobierno federal debe entender que la frontera norte no es solo una línea geográfica sino un espejo de su capacidad para gobernar. La intervención militar estadounidense es una señal de alarma que debería despertar a las autoridades mexicanas de su letargo. México merece un gobierno que defienda su soberanía y proteja a sus ciudadanos, no uno que permita que su territorio se convierta en un campo de batalla para los intereses de otro país.

La crisis de inseguridad y narcotráfico en la frontera norte es un recordatorio de que la seguridad nacional no puede ser dejada en manos de promesas vacías y estrategias fallidas. El pueblo mexicano, especialmente aquellos que viven en las zonas fronterizas, merece mucho más que ser un peón en la política de seguridad de Estados Unidos. Es hora de que México tome las riendas de su destino y demuestre que puede y debe proteger a sus ciudadanos y su soberanía.