Una de las cosas no referidas en el cuarto informe de gobierno es el relativo a la frecuencia o número de veces en los que se ha fustigado, increpado o descalificado, desde la tribuna presidencial, a quienes piensan distinto.

Críticos, opositores, analistas, académicos, investigadores y opinadores deben estar dispuestos a ser descalificados desde el ejercicio del poder gubernamental cuando se atreven a contravenir. La velada persecución se promueve con un idioma destinado a imponer costos y advierte que disentir tiene consecuencias, pues es indómita la voluntad de hacer sentir el peso que tiene el gobierno para hacer prevalecer sus criterios. Si es el caso, despliega datos, circula información que se le hace llegar donde resulta que los inconformes tienen una condición polémica, misma que los hace carecer de credibilidad.

La tendencia autoritaria que busca alinear expresiones públicas y posturas que emergen de la pluralidad política, ha llegado al extremo de promover la acusación por traición a la patria a los legisladores que se pronunciaron en sentido distinto a la propuesta de reforma constitucional del gobierno en materia energética; aunque tal actitud pareciera formar parte de una caricatura del género de la sátira, donde se hace escarnio del absurdo y de la obsesión por degradar a los atrevidos que difieren de las posturas oficiales, tiene mar de fondo, pues devela una clara pulsión de intolerancia del gobierno, por decir lo menos. No se trata de triunfar a partir del convencimiento y de la capacidad argumentativa, sino de hacerlo con el poder de la intimidación para hacer sucumbir posiciones alternas.

Dentro de esa misma línea se encuentra la desacreditación que se ha plasmado en las “mañaneras” para cuestionar a periodistas críticos; muchas veces no por las tesis, opiniones o puntos de vista que plantean, sino por su situación financiera, patrimonio o posturas asumidas en el pasado, lo que deriva en una actitud consistente en descalificar a quienes descalifican. Se construye la ficción de que para manifestar diferencias con el gobierno se debe ser impoluto y que, de esa forma, los argumentos que se esgrimen como sustento de la adopción de posturas críticas, pierden peso, si el que las emite tiene alguna área obscura en su devenir. El debate se cancela pues los argumentos no valen por sí mismos y cuando éstos pueden alcanzar cierto impacto, es posible disminuirlos por la vía de aludir presumibles cuestionamientos a la vida privada o profesional de quienes difieren.

En tal circunstancia la proclividad es a que sólo haya una voz cierta que es la del jefe del gobierno; otras voces carecen de fuerza moral, de integridad, veracidad y valides ética. La pluralidad se asfixia y se la hace sucumbir a menos que se alinee. Una voz detenta la verdad y sólo hay una verdad posible, la de esa voz; la sonoridad que alcanza aspira a dominar a los otros poderes, invade sus posibles determinaciones, intenta supeditarlos; se admite resistir el sometimiento al mandato de la voz, pero quienes lo hacen son traidores, sus razones están extraviadas, son sinrazones, están equivocados.

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Fustigar a los que piensan diferente es un crematorio a las ideas distintas, es una imposición arbitraria en tanto erradica la libertad plena para disentir y la intercambia por una libertad tenue para dejar constancia de diferendos que no alcanzan a gravitar o incidir, significa poner en espacio confinado al disenso, atraparlo, cercarlo, confinarlo, aprehenderlo, ponerlo en un lugar remoto que genera la ilusión de un ambiente de libertades, pero que le impone amarras firmes.

El infierno son los demás, dijo Jean Paul Sartre. Está claro que la estrategia del gobierno es confinar a la otredad; es decir, a los otros que no coinciden con la oficialidad, con sus programas, narrativa y discurso oficial, para imponerles una forma de censura; en efecto, son los demás que, parafraseando a Sartre, son enviados al infierno, seguramente a las calderas, a la purga que la imaginaria novelesca dibuja en sus crónicas sobre el purgatorio.

Cielo e infierno como sitios emblemáticos de la polarización que se postula para dividir a la sociedad entre quienes apoyan al gobierno y a los que no lo hacen; unos merecen el máximo tributo, tienen los más altos méritos y alcanzan las mayores virtudes, por eso alcanzan el cielo; por otra parte está el infierno para quienes se han equivocado y han optado por el camino equivocado, de cierta forma éstos deben ser castigados, son o deben ser corruptos pues no apoyan a los que se dirigen al cielo; no hay lugar para los puntos intermedios, las posiciones son dicotómicas; cielo e infierno se oponen y asemejan los extremos que se plantean para la sociedad entre quienes adoptan las posiciones que impulsa el gobierno y los que, equivocadamente, no lo hacen.

Razón y sinrazón, buenos y malos, patriotas y apátridas, leales y traidores, cielo e infierno marcan las pautas de los que están a favor del gobierno y de los que se pronuncian en su contra. Fustigar a los que piensan diferente es una forma brutal de atentar contra las libertades y su ejercicio; imponer el pensamiento único y profesarlo dogmáticamente descubre el rostro del autoritarismo; leer la cartilla a los que decidirán posturas, advertir a los ministros de la Suprema Corte para que orienten su voto a lo que el gobierno desea, vuelve a lo que dijera Sartre, el infierno son los demás.

Frente al dilema que se plantea, muchos se quieren salvar yendo al cielo; otros preferimos la libertad irredente, aunque se imponga la ficción del infierno por hacerlo. Al final, ninguna de las dos cosas es cierta, pues en un caso no se dibuja una vía para ascender al cielo, y en la otra tampoco se abre ruta para dirigirse al infierno.