Mal andan las cosas cuando desde el gobierno se percibe a la Constitución como un obstáculo para desarrollar su programa y alcanzar los resultados que se plantea, haciendo que para el éxito de su causa sea imprescindible forzar su modificación mediante la rígida disciplina de su partido, a través de intimidar a los opositores y de invectivas a ministros de la Corte para llamar a su alineamiento a la hora de resolver controversias sobre la norma fundamental.

También la ruta es torcida en el caso de buscar implantar reformas a contrapelo de propuestas previamente planteadas y de pronunciamientos que se apuntaban en dirección contraria, como fue con la tesis promovida por la corriente política que ahora es gobierno, consistente en desmilitarizar y su contradicho con la iniciativa inconstitucional de incorporar a la Guardia Nacional al Ejército, o de una pretendida reforma electoral que irrumpe la narrativa de la exitosa transición mexicana a la democracia y que, por primera vez en los últimos años, es formulada al margen de acuerdos básicos y del consenso con las distintas fuerzas políticas.

En síntesis, pulsiones indómitas como motor de reformas constitucionales cuya naturaleza y contenidos sorprenden a la manera de asaltos intrépidos como fórmula para ganar batallas.

La salida falsa a la situación donde se plantean modificaciones a disposiciones constitucionales que se advierten como obstáculo -sin tener el respaldo para reformarlas -, es gobernar por decreto o mediante el intento de cambios a la legislación secundaria, aunque luzcan su inconstitucionalidad; por último, encaminar reformas constitucionales con todo el peso que tiene el gobierno para obtener un respaldo con claros signos intimidatorios o de “convencimiento forzado”.

El tracto de las reformas constitucionales del gobierno ha caminado por ese sendero, destacando el rechazo que, a pesar de todo, obtuvo en su llamada reforma eléctrica. Ahora la administración pretende perfeccionar su técnica “para convencer” sobre la reforma electoral con nuevos embates contra quienes disienten, de modo de descalificarlos, anularlos, exhibirlos como retardatarios y, por ello, virtuales enemigos del gobierno para que desde esa condición vivan el riesgo de convertirse en enemigos del Estado, adviertan las consecuencias a las que se enfrentan y opten por ser anuentes.

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Una de las fatales consecuencias de asumirse como depositario dogmático de la verdad es que se cancela el espacio para disentir, anulándose, por ende, los medios propios de la cultura democrática como son el debate, la consideración a las razones del disenso en su posible incorporación a las decisiones para la formulación de las políticas públicas, así como la construcción del consenso que emana de la valoración de los argumentos que acreditan quienes se oponen. En efecto, el dogma autoritario puede convivir con la polémica, pero en el fondo no la admite.

Si la Constitución resulta incómoda o se considera un obstáculo, siempre habrá la posibilidad de buscar eludirla; el maestro mexicano de esa tesis fue Porfirio Díaz.

Existe un texto de la autoría de Don Daniel Cosío Villegas que ilustra al respecto, conforme lo expone en su libro de la “Constitución de 1857 y sus críticos”, cuando señala que “…Porfirio Díaz dijo nunca que no podía gobernar con la Constitución, quizás porque gobernó sin ella 27 años y seguramente porque lo único que le faltaba a la pobre Constitución es que Porfirio Díaz le hubiera echado en cara que no lo había dejado gobernar. Juárez y Lerdo expresaron en seguida muy clara y reiteradamente los males del desequilibrio de los poderes públicos y corrieron el riesgo del desprestigio y de la impopularidad para hacerlos aceptar. Porfirio Díaz, en cambio, nunca dijo una palabra sobre este problema y jamás propuso reformas constitucionales para resolverlo; pero de alguna forma se las arregló para solucionarlo de hecho, si bien creando de paso el problema inverso: un Poder Ejecutivo tiránico y un poder legislativo servil.”

La salida porfirista parece estar en curso, pero con ciertas modalidades, pues se aplica de manera directa para dar vía a las decisiones del gobierno que no requieren mayoría calificada en el Congreso, como es el caso de la aprobación del presupuesto de egresos que se presenta en la Cámara de Diputados; en cuanto a la gestión de las reformas a la Constitución, se asume, con tremendo rigor, la idea de construir su viabilidad, como lo planteaba el viejo dictador oaxaqueño, con un poder legislativo servil.

Así se gobierna sin la Constitución o modificándola con la permisibilidad de un legislativo de servil mayoría.