La reciente aprobación en el Senado de la nueva Ley de Telecomunicaciones ha encendido las alarmas en múltiples sectores de la sociedad. Más allá de las 226 páginas que la componen, lo que realmente inquieta es la manera opaca en que fue aprobada: sin debate público, sin parlamento abierto y, según denuncias, sin que los propios legisladores la leyeran. Esta forma de legislar representa un atentado no solo a los procesos democráticos, sino también a los derechos fundamentales de la ciudadanía.
El corazón del problema no es solo la centralización del poder en una Agencia de Transformación Digital, sino el alcance que esta entidad tendría. Con facultades para bloquear plataformas, censurar contenidos, otorgar o revocar concesiones, e incluso controlar narrativas, estamos hablando de una concentración de poder sin precedentes. Un poder que podría ser utilizado no para garantizar el bien común, sino para proteger intereses particulares o silenciar voces incómodas.
Uno de los puntos más peligrosos de esta ley es su ambigüedad. ¿Qué significa exactamente “contenido falso”? ¿Quién lo determina? ¿Y qué mecanismos existen para apelar una censura? Sin criterios claros y sin contrapesos institucionales, se abre la puerta a un uso arbitrario de la ley. Hoy puede ser un medio de comunicación crítico, mañana un influencer o incluso un ciudadano común que cuestiona al poder desde su cuenta personal.
La historia de América Latina nos ha enseñado que los gobiernos que acumulan poder sin límites suelen desviarse hacia el autoritarismo. Esta ley, al permitir al Estado bloquear redes sociales o convertirse en proveedor de internet, no solo limita la libertad de expresión, sino también el acceso libre e imparcial a la información. Y sin información, no hay ciudadanía crítica ni democracia funcional.
Además, convertir al Estado en el proveedor principal de internet es un retroceso que podría poner en riesgo la neutralidad de la red. ¿Qué garantiza que los servicios no se verán condicionados a la simpatía política del usuario? Esta medida, disfrazada de “inclusión digital”, huele más a control que a progreso.
Las redes sociales y los medios digitales se han convertido en herramientas clave para la denuncia ciudadana, la organización social y la participación política. Dar al gobierno la facultad de bloquearlas es, en términos prácticos, cortar el puente entre la gente y la verdad. No se trata de defender la mentira, sino de proteger el derecho a disentir y a cuestionar.
Quienes defienden esta ley bajo el argumento de “proteger a la población de noticias falsas” olvidan que la mejor arma contra la desinformación no es la censura, sino la educación crítica y el acceso a múltiples fuentes. Censurar es una salida fácil y peligrosa que, en el fondo, revela un temor del poder a ser cuestionado.
En un momento donde el mundo avanza hacia más libertades digitales, este retroceso legislativo debería preocuparnos a todos. Hoy más que nunca, se hace urgente exigir transparencia, abrir el debate público y, sobre todo, defender nuestra libertad de expresión como el pilar que sostiene cualquier sociedad democrática.
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