Una constante de los últimos años en la travesía de gobiernos encabezados respectivamente por el PAN, el PRI, y ahora por Morena, ha sido el recurrir a la participación del Ejército en tareas de seguridad pública interior; ello, a pesar de que no siempre los planteamientos originales de tales partidos lo previeran. De ahí que no sea casual la falta reiterada de una perspectiva integral y estratégica sobre la materia, que se instituyera como cuerpo ordenador de las acciones emprendidas en tal ámbito.

De forma intempestiva el gobierno de Felipe Calderón resolvió, hacia los finales de 2006 la participación del Ejército, junto a la policía, para lo que se llamó la guerra contra el narcotráfico, y que diera lugar a las famosas operaciones conjuntas. De alguna manera se asumió que tal acción sería conclusiva, en los términos propios de una guerra, que al declararse supone obtener el triunfo o experimentar la derrota, y ciertamente con la determinación de ganar en la confronta y así concluir la tarea.

Es evidente que dicha guerra no culminó como se esperaba, derivado de lo cual se consideró necesario mantener la presencia del Ejército; se trasladó entonces al nuevo gobierno de Enrique Peña Nieto la persistencia de un agudo problema en cuanto a la seguridad interior. La administración peñista optó por una vía de mayor calado institucional, mediante la formación de la Gendarmería y de un tratamiento comunicacional más acucioso del asunto, que buscó serenar la forma de percibir el problema.

La nueva alternancia política de 2018 se encontró con que el asunto de la seguridad persistía y se agudizaba; los planteamientos de referencia, emitidos por la fuerza política que ganó el gobierno, fueron en el sentido de la no participación del Ejército en ese ámbito, pero a pesar de ello, la administración lopezobradorista formuló una iniciativa que, en la discusión realizada para su aprobación, condujo a un modelo transicional consistente en la creación de una Guardia Nacional con carácter civil que a solicitud del presidente de la República podía recurrir a las fuerzas armadas, quienes así estarían subordinadas al nuevo organismo, por ende tendrían una participación complementaria, excepcional y sujeta a fiscalización.

Tal planteamiento se inscribió a un período de vida de cinco años, de modo que para marzo de 2024 cesaría su vigencia, suponiéndose que para entonces culminaría la integración de la Guardia como organismo de carácter civil y, por ende, sin requerir, para ese entonces, de la colaboración o participación tanto del Ejército como de la Marina. Parte del diseño legal fue que se informaría al Senado de la República, de forma anual, del avance sobre los trabajos y de la Integración que reportara la Guardia. Los informes aludidos fueron presentados, pero no han sido un instrumento para detonar ni acompañar el desempeño y avance en la conformación de la Guardia, como tampoco del debate necesario al respecto.

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El hecho es que después de transcurridos más de tres años del plazo de la transitoriedad establecida en la Constitución para el efecto de la debida conformación de la Guardia, y faltando menos de dos años para el término de su vigencia, no existen elementos de certeza para asumir que en ese lapso se encuentre debidamente constituida y en condiciones de culminar su necesidad de contar con la colaboración de las fuerzas armadas.

La situación alcanza niveles de emergencia, pues el plazo fatal prospecta que en las vísperas de las elecciones de 2024 se tendrá una capacidad en franca minusvalía para garantizar la seguridad de la población frente a la delincuencia organizada. No es necesaria mucha imaginación para vislumbrar el escenario que ello plantea, pues los efectos de la inseguridad que se sigue padeciendo son brutales en la mayor parte del país, generando una situación que ya llegó al límite en muchas regiones, comunidades, familias y en la afectación de las más distintas actividades económicas, al grado de ser ya, un factor determinante que limita el desarrollo del país y el bienestar social.

Se ubica ahí una paradoja, pues la participación de las fuerzas armadas en labores de seguridad interior llegó, sino por la puerta de atrás, sí por una vía lateral que se consideró provisional o de cierre próximo. El problema de que no sea así – en cuanto al período de vida previsto para la medida- implica, necesariamente, brindar una respuesta, puesto que no es posible simplemente negar una salida, en tratándose de un asunto de las dimensiones que éste tiene.

En ese agudo contexto tiene lugar la propuesta de ampliar el período de excepcionalidad de la participación de las fuerzas armadas por cinco años más y con el agregado de que una Comisión bicameral del senado y de la Cámara de diputados, semestralmente evaluará a la Guardia Nacional respecto de la colaboración de las fuerzas armadas. Debe reiterarse que la facultad de solicitar dicha colaboración corresponde al presidente de la República; implica que si quien asuma el cargo en el 2024 considera que tal auxilio excepcional no debe darse, podrá evitar recurrir a él o bien podrá mantenerlo dentro del plazo previsto y, eventualmente, culminarlo de forma anticipada.

Resulta claro que se está ante un problema donde se arrastra deficiencias de diseño y de previsión, especialmente de cara a la globalización y de nuestra incorporación al tratado de apertura comercial con nuestros vecinos del norte. Cierto que ese mecanismo trajo consigo un mayor flujo de intercambio de mercancías y de inversiones, pero también nos conectó decididamente con la delincuencia a escala internacional; nuestras previsiones no contemplaron los problemas que de ello se derivarían.

El tamaño del problema exige respuestas que por su urgencia no son necesariamente las que preferiríamos, pero es inevitable construir un andamiaje de solución en el marco de la renovación del gobierno que está por ocurrir, de ahí que estemos en la ruta de la excepcionalidad.