En Guerrero, la violencia no da tregua. Lo que antes eran relatos aislados de extorsión y ajustes de cuentas entre grupos criminales, hoy se ha convertido en una cotidianidad que arrasa con todo: comercios, sueños y, lamentablemente, vidas. El asesinato reciente de dos abuelitos, dueños de una humilde tortillería en Acapulco, es el reflejo más crudo de un estado que ha dejado de proteger a su gente.

Los hechos, ocurridos en la zona conocida como La Glorieta, estremecen no solo por la brutalidad, sino por lo que simbolizan. Ocho sicarios armados llegaron en motocicletas, abrieron fuego sin piedad y prendieron fuego al local. ¿La razón? No haber pagado el “derecho de piso”. ¿El resultado? Dos vidas truncadas y otra más arrebatada sin razón, además del miedo reforzado en toda una comunidad.

En Guerrero, como en muchas otras regiones de México, el cobro de piso se ha vuelto una sentencia de muerte para quienes se atreven a trabajar honradamente sin someterse a los caprichos del crimen organizado. La extorsión ya no distingue edad, actividad ni estatus. Los abuelos asesinados no eran empresarios poderosos, eran trabajadores que se ganaban la vida con masa, calor y esfuerzo. Hoy son mártires del abandono institucional.

Lo más alarmante no es solo el acto criminal, sino la pasividad gubernamental ante estos hechos. Evelyn Salgado, gobernadora del estado, ha sido constantemente criticada por su incapacidad para reducir los niveles de violencia que siguen creciendo sin freno. La percepción es clara: los ciudadanos están solos, atrapados entre el fuego cruzado y un gobierno ausente.

Acapulco, que alguna vez fue símbolo de turismo y alegría, figura desde hace años en los rankings internacionales como una de las ciudades más peligrosas del mundo. Y lejos de cambiar, la situación empeora. Las cifras, lejos de disminuir, se transforman en nombres, rostros, familias rotas. Hoy fueron estos abuelos; mañana. ¿Quién sigue?

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El impacto de este tipo de crímenes no es solo emocional, también es económico y social. Comerciantes cierran, familias emigran, comunidades se desintegran. Guerrero se está vaciando de esperanza, mientras los grupos criminales imponen su ley a punta de balas y amenazas.

Este caso debe ser un parteaguas. No podemos normalizar la barbarie ni resignarnos al miedo. Es urgente que las autoridades locales y federales dejen de simular y actúen con contundencia. No basta con condenar los hechos en redes sociales o prometer investigaciones que jamás llegan a resultados. Se necesita una estrategia real, efectiva y humana para devolverle a Guerrero la paz que le han robado.

La sociedad también debe alzar la voz. No podemos permitir que el olvido y la indiferencia ganen terreno. La memoria de estos abuelitos no puede quedar enterrada entre papeles de una carpeta más. Su muerte debe recordarnos que México aún tiene una deuda pendiente con su gente más vulnerable: el derecho a vivir sin miedo.

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