Hoy sabemos más que antes que las revoluciones científicas, tecnológicas e industriales transforman las condiciones bajo las que se organizan y funcionan todas las instituciones sociales.
Las tres revoluciones previas, que detonaron a finales de los siglos 18,19 y 20, cambiaron para siempre las circunstancias de vida personal, de familias, iglesias, escuelas, trabajo, empresas, sindicatos, gobiernos, países o regiones.
En cada revolución hubo ganadores y perdedores según pudieron adaptarse o no unos y otros a cambios tan complejos como profundos.
Cambiar de rural a urbano o de urbano a metropolitano o global para nadie fue fácil y muchos no lo consiguieron.
Pasar de la periferia o la semiperiferia o al centro en cualquiera de las referidas instituciones, de la familia o la comunidad internacional, significó grandes riesgos, sacrificios, triunfos o derrotas.
México ha pasado de la periferia a la que nos orilló el alto costo de la Independencia en el siglo 19 a la semiperiferia de nuestro milagro industrial preparado por la Reforma y potenciado por el estado posrevolucionario del siglo 20, y de allí al umbral del centro más avanzado mediante la economía abierta y globalizada que derivó en la degradación neoliberal que estamos revirtiendo.
En medio de una nueva lucha agresiva entre potencias por adaptarse y retomar posiciones en medio de la Cuarta Revolución Industrial, la era de los servicios, la Inteligencia Artificial y las nuevas fuentes de energía, nuestro país debe seguir fortaleciendo sus estructuras internas con base en las energías populares y la participación directa y activa de la ciudadanía en las grandes decisiones que orientarán nuestro destino común.
Los liderazgos políticos tienen que mantenerse a la altura de los retos en que nos ha tocado actuar. Todas y todos los mexicanos estamos obligados a combatir las plagas que nos aquejan, tales como la corrupción, la violencia o la desigualdad, así como a reponer las variables vecinales o metropolitanas, en localidades, pueblos o regiones para coexistir lo más posible en paz.
El nuevo orden mundial, que puede tardar muchos años más en reconfigurarse, exige que el país continúe transformando sus instituciones heredadas en otras que lo reposicionen ante el futuro que continuará amenazante y cargado de incertidumbre.
Las amenazas y la incertidumbre no deben enfrentarse con miedo sino con la convicción y confianza en que tenemos que hacer lo adecuado, necesario y suficiente para ubicarnos en donde tenemos que estar en beneficio de la nuestra y de las próximas dos generaciones.
La transformación de la vida pública en curso dentro del país, en particular en las entidades federativas, es un tema de seguridad nacional que debe asegurarnos un mejor lugar en el orden mundial que viene.