Es una curiosidad, pero el lema de Porfirio Díaz en el Plan de Tuxtepec cuando planteó su aspiración presidencial sobre la reelección de Sebastián Lerdo de Tejada en 1876 fue el de “sufragio libre no reelección”; a su vez, la proclama maderista de 1910 fue la de “sufragio efectivo no reelección”. Uno encabezó una rebelión en tal cometido, el otro una revolución; mientras el primero pronto se desdijo en los hechos del contenido de su apotegma, el segundo lo legó como máxima para las futuras generaciones.
Además de la anécdota, la referencia subraya la importancia que desde entonces tuvo la aspiración de que las elecciones fueran confiables. Así, generar el andamiaje necesario para el funcionamiento regular de los comicios fue uno de los grandes retos del México post revolucionario. La búsqueda para lograrlo motivó la constitución de un órgano federal responsable de las mismas y así proveer un desarrollo más satisfactorio, lo que supuso dejar atrás la forma descentralizada que las hacía descansar, ciertamente en los estados y los municipios.
Desde que surgió el primer ente público-central responsable de las elecciones, mucho cuidado tuvo el gobierno en detentar su control. Así ocurrió con la Comisión Federal de Vigilancia Electoral, CFVE, surgida en 1946 como una instancia que asumió la tarea organizativa de las mismas, dependiente de la secretaría de Gobernación. El hecho es que con la CFVE y más tarde con su evolución a Comisión Federal Electoral, CFE, se mantuvo una conformación que privilegió el dominio gubernamental; en 1988 el colegiado del órgano agrupaba a 31 integrantes con derecho a voz y voto, donde el PRI a través de sus representantes y de los que acreditaba, uno por el Senado, otro por la Cámara de Diputados y uno más por el secretario de Gobernación -como su presidente-, tenía la certeza de contar con un mínimo de 19, mientras el resto de los partidos aseguraba el voto de 12 en el Consejo General.
Como se ha dicho, una de las piezas que permitió solventar legalmente el entrevero de las elecciones de 1988 fue la CFE; el otro, la calificación electoral en lo que se conociera como un método de carácter político, consistente en que la Cámara de Diputados se erigía en Colegio Electoral como última y definitiva instancia para conocer y declarar el resultado de las elecciones presidenciales y que, desde luego, respaldaba las intenciones de la mayoría constituida.
Así, puede decirse que la CFE operó como una de las válvulas de seguridad para que los intereses del gobierno pudieran prevalecer en las elecciones. Es en esa perspectiva que se puede ubicar cómo la modificación de la vieja CFE y de su transformación en el Instituto Federal Electoral, con autonomía constitucional y desincorporado del gobierno -así como con el paso hacia un método jurisdiccional para la calificación de las elecciones con el Tribunal Federal Electoral- pudo detonar la alternancia política.
Pero la tentación de recuperar la capacidad de control gubernamental del actual INE y del Tribunal Electoral no ha podido ocultarse con la propuesta de reforma electoral del Ejecutivo, pues se plantea que sus respectivos órganos de gobierno sean electos mediante consulta popular; en el caso del INE la forma de hacerlo se prevé mediante la integración de una plantilla compuesta de 60 opciones que se pondrá a consulta para elegir a 7 Consejeros; 20 propuestos por el Ejecutivo, otros tantos por la corte y un número igual por el Congreso.
Es fácil colegir que en su caso, la configuración de las 60 alternativas tendrá cuando menos la mitad asociada al gobierno gracias a sus 20 candidaturas directas, de las que podrá plantear a través de la presencia de su partido en el Congreso y de las que será posible induzca en la lista del poder Judicial. Aunque no fuera exactamente así, el siguiente escalón que habla de la consulta ciudadana asegura el control pleno del gobierno.
En efecto, los antecedentes de activismo flagrante de la administración y de su partido en otras consultas ciudadanas, de la estructura que ha conformado en las regiones, y del número de gobiernos que militan y se disciplinan con su causa, permiten augurar que dominaría y hasta avasallaría el proceso electivo tanto del órgano colegiado y decisorio del INE, como del Tribunal Electoral.
Se plantea entonces una ecuación dirigida a que el gobierno detente el control tanto del órgano encargado de organizar las elecciones, como del que las califica. Por ende es una obviedad que, por otra vía, se intenta regresar a la situación que existía hasta antes de 1988 y que fue la base sobre la que se asentó la edificación de un predominio político con garantía de persistir, aunque las preferencias electorales apuntaran hacia otra dirección.
Debe recordarse que desmontar ese dispositivo hegemónico fue una de las vías por las que transitó con éxito la llamada transición democrática mexicana; por contra, retomar el viejo sendero es el camino para ir hacia la reinstalación de lo que se descontinuó y que se consideraba superado.
A pesar de que se pretenda simular la intromisión del gobierno y de que sean camufladas las vías para hacerlo, lo único cierto es que, de prosperar la propuesta de reforma, el sufragio efectivo se convertirá en sufragio controlado.