En septiembre próximo darán inicio formal las elecciones, marcándose el comienzo de un período donde se detonarán las actividades inherentes al proceso político más importante de cada sexenio y que tiene su punto fulgurante en la renovación de la presidencia de la República y del Congreso federal, a más de casi una decena de gobiernos estatales y de la Ciudad de México.
La vida política del país entrará en su fase propiamente electoral con la intensidad que la caracteriza, y con la expectativa de que sea regulada de manera efectiva, conforme al marco de normas establecidas y de las instituciones que las aplican. Desde ahora se percibe que se desarrollará en un marco que se anticipa como uno de los más complejos de los últimos años.
A nadie escapa el sentido de belicosidad que ha adquirido el debate político al grado de dibujar un trayecto hacia un escenario de gran hostilidad. Por descontado se tiene que pondrá en tensión la aplicación de las disposiciones previstas para conducirlo a buen puerto. En la memoria viven los momentos que los reclamos políticos, las marchas y manifestaciones tenían lugar demandando normas y prácticas que resolvieran de forma justa y transparente la disputa por el poder, cuando entonces presidía el gobierno otra fuerza política.
En una etapa, la insuficiencia de las disposiciones condujo a resolver las disputas electorales a través de negociaciones políticas complejas que, si bien distendieron los conflictos, plantearon una vía de desahogo de la competencia política por una ruta ajena a la electoral; tuvo lugar lo que se conoció como “concertacesiones”. Salir de ese círculo vicioso y de la perversidad que planteaba, sólo fue posible mediante reformas que permitieran disponer de normas justas y equitativas para calificar y definir los resultados de la competencia democrática.
De esa forma fue posible que el país viviera la alternancia política sin fracturas del régimen; para lograrlo fue importante que las distintas fuerzas políticas asumieran que las eventuales insuficiencias de las leyes electorales debían subsanarse mediante nuevas reformas y no mediante el conflicto beligerante. Tal fue el recorrido que nos llevó hasta el actual momento, pero aparecen nubarrones que palidecen el panorama y ya lo pintan de oscuro.
El gran acuerdo que se edificó en torno de las normas electorales y respecto de la observancia de lo dispuesto por las instituciones que las aplican, se debilita; el gobierno plantea una rebeldía de facto sobre la reglamentación de los comicios y de la forma de llevar a cabo su aplicación, al tiempo que protagoniza un activo debate tendente a calificar y descalificar a personas y partidos políticos opositores.
Pareciera que, en los hechos, el gobierno formula una especie de revancha por el rechazo del Congreso hacia su propuesta de reforma constitucional electoral, así como de la resolución de la Suprema Corte respecto de las reformas que encaminó en la legislación secundaria sobre esa misma materia. En esta óptica, el discurso gubernamental habla a través de su desempeño y señala que, si no pudo lograr que sus definiciones se expresaran en las normas, sí lo hará ahora a través de los actos que encabeza.
Se cancela así el gran paraguas que fue la cobertura de la lucha político-electoral democrática, y se abre la puerta para que el gobierno sea el personaje central por medio de su participación abierta o velada para controvertir o polemizar con adversarios políticos, haciéndolo a partir del uso de los recursos que tiene a su alcance y disponiendo de las instituciones e información que tiene bajo su dominio.
Por una carretera sinuosa se postula que el gobierno sea el gran elector, sea quien domine en la contienda y que, al hacerlo, garantice el triunfo de quien resulte nominado en la candidatura presidencial de su partido. En esa perspectiva aparece información fiscal sobre opositores, se formulan demandas judiciales por distintas instancias, pero siempre en contra de quienes no son sus aliados. Tras ese propósito se viola el secreto fiscal y para que no haya dudas del tamaño de la gresca, llega a aparecer el propio titular del gobierno federal como quien personifica el destape de presuntas cloacas.
Así, con el inicio formal de la etapa electoral, corre también el inicio de la gran temporada que impulsa el gobierno, destinada a perseguir a opositores. El propósito es descalificar a dirigentes partidistas, posibles candidatos y figuras que les disputan el poder.
El gobierno pretende ser prevaleciente para así prevalecer, ganar el poder desde el poder, ejercer el monopolio de la verdad ética, pues con la información que libera busca acreditar que son los adversarios quienes trastocan las leyes y cometen fraudes, mientras lo contrario sucede con quienes participan en el gobierno; ello, a pesar de hechos bochornosos como los de SEGALMEX, del gran colapso de las instituciones de salud, de la discrecionalidad que plantean las asignaciones directas de contratos del gobierno, por sólo señalar algunos temas.
Pero el punto es construir una narrativa que hable de la probidad del gobierno, así como de la ambición y corrupción desmedida de los opositores. Para lograr esa visión maniquea y falsa, se abre desde ya la temporada grande de la persecución de opositores.