Después del ciclo democratizador, que cobró auge bajo el influjo de la transición democrática española y del proceso que tuvo lugar en México con la reforma política de 1977 y con el antecedente de los diputados de partido en 1963, que marcó el espíritu de la agenda de las reformas constitucionales del país, hasta casi el cierre del siglo XX, surgió un nuevo espacio con el fraguado de una fase que vivió en el desencanto democrático, y que trucó sus reclamos por la pretensión de privilegiar los resultados en la tarea de los gobiernos.

En efecto, un ciclo de desencanto democrático se desencadenó cuando se advirtió que no se alcanzaban las metas esperadas en términos de la elevación del bienestar social, el desarrollo, la protección del medio ambiente, la erradicación de la corrupción y el crecimiento económico. Las mediciones que arrojaba el latino barómetro mostraban, con agudeza, la desafección del reclamo democrático de Latinoamérica, al tiempo que se elevaba la aspiración por el efectismo de la gestión gubernativa.

De ese desencanto emanó y encontró su fundamento la irrupción de la ola populista que se encuentra vigente con su reiterado reclamo a un pasado exhibido por su cauda corruptora; que asume la necesaria reivindicación del pueblo, como la parte olvidada y por rescatar, frente a la oligarquía y sus excesos. Un populismo que no es una propuesta ideológica, pero que sí constituye en un método de gobierno que polariza a la sociedad en dos grupos: uno que debe ser fustigado y el otro que es necesario reposicionar y que es aludido reiteradamente para legitimar las acciones emprendidas.

La versión que de esa tendencia se tiene en México, plantea una perspectiva que recela del trayecto que atraviesa por las instituciones para procesar las políticas públicas, de modo que las reconvierte para hacerlas transitar por el implante personal de quien gobierna; se canalizan así apoyos directos que se encaminan a una relación clientelar con los beneficiarios, sin mecanismos de medición de resultados y de control del gasto; en tanto políticas públicas encaminadas a proteger los derechos sociales reconocidos constitucionalmente, se ven diezmadas y sujetas a recortes o sub ejercicios, como sucede en el ramo de la salud pública y de la dotación de medicamentos.

Surge así una visión de la gestión pública y gubernativa que repele los controles, las evaluaciones, la participación de los órganos autónomos y, en general todo aquello que contrapesa y equilibra el ejercicio de la administración; desde luego, se repudia la participación del poder judicial en los procesos que demandan la legalidad y la constitucionalidad de las leyes que son aprobadas, puesto que esa tarea incomoda una gestión del gobierno en su talante centralizador y de despliegue irrefrenable para cumplir sus fines.

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Corresponde así con ese enfoque, el planteamiento sobre un conjunto de reformas constitucionales y legales que presenta el gobierno, así como su afán porque la composición de lo que será la LXVI Legislatura del Congreso en la Cámara de Diputados, le permita gozar, a través de su partido y fuerzas asociadas, de una mayoría más que calificada para así promover reformas constitucionales que encontrarán una resistencia menor en el Senado de la República, debido a que en este órgano del Congreso sólo dos senadores lo separan de disponer de la mayoría calificada.

Con el 60% de los votos que alcanzó Morena y sus partidos coaligados en la elección presidencial, y con el 54% que ellos mismos obtuvieron en el Congreso, pretenden fundamentar retóricamente, en el primer caso, y sostener, en el segundo, una presencia en la Cámara de Diputados que se ubique en el 73% del total de sus 500 escaños, para superar límites que quisieran imponerle los críticos y los opositores a su visión, propuesta y gestión pública.

Una vez que la proclama por la gesta democrática se encuentra fuera de foco, y que se plantea el reclamo hacia un gobierno que responda con eficacia, se proyecta una visión que prácticamente eliminará contrapesos y equilibrios al ejercicio del poder, y que tiende a promover una visión ética que estará sustentada en la virtud posible del gobierno y no en la constitucionalidad de sus acciones.

Se pretende concretar así un traslado que empezó en 2018 para contravenir los controles y contrapesos que, en el ejercicio del modelo republicano, se imponían al gobierno, y que se proyectaban a través de una institucionalidad poderosa. Todo eso estorba a la administración; es necesario desparecer, transformar, domesticar organismos e instituciones que regulan el despliegue de la acción del gobierno, pues éste representa al pueblo trabajador y, al hacerlo no debe admitir mediación ni límites absurdos, perjudiciales y con ánimo corrupto. El gobierno no requiere de controles, sino de su disminución y eliminación.

El modelo del constitucionalismo liberal que impone límites y controles al ejercicio del poder, que considera necesaria la participación de la oposición, la crítica y la pluralidad, garantista de los derechos humanos, está llamada a ser desplazada por una propuesta que centraliza y concentra el poder, y que pretende un autoritarismo legitimado por un peso en el Congreso que logra desproporcionar y exorbitar su registro en la Cámara de Diputados.

En ese contexto la proclama no es a que las autoridades electorales actúen con imparcialidad y autonomía; se les exige abyección, tal es la postura oficialista y la de sus heraldos; se les reclama desde el gobierno literalidad y no interpretación; sujeción por encima de razones y argumentos.