México adolece de la ausencia de un verdadero estado de Derecho. Desafortunadamente, a lo largo de las últimas décadas, nuestro país ha sufrido constantemente el azote de la corrupción como problema estructural persistente.
No obstante las grandes promesas de campaña de los líderes políticos, y a pesar de haber transitado hacia una democracia liberal en ciernes en aquella célebre elección intermedia de 1997, la corrupción merma nuestra historia y obstaculiza el rumbo hacia el bienestar y la paz social.
El presidente AMLO leyó exitosamente el descontento cuasi generalizado. Para ello, inició, desde el comienzo de su carrera política, y luego, como candidato a la presidencia, una campaña contra la corrupción, centrando su mensaje en ello: el combate contra las fechorías del pasado, a la vez que prometió el renacimiento de México y la recomposición de la vida pública.
Para nuestra desgracia, todos los indicadores apuntan hacia su fracaso.
De acuerdo con Transparencia Internacional, México ocupó en 2020 el lugar número 124/180 en percepción de corrupción . Léase, en el segundo año de la presente administración, es decir, de una autoproclamada cuarta transformación que naufraga en el océano de las malas decisiones.
En adición a ello, los recientes escándalos que involucran a Delfina Gómez, secretaria de Educación Pública, por los supuestos descuentos de 10% a trabajadores de Texcoco, han puesto nuevamente de manifiesto que en el seno mismo de la administración de AMLO permea la corrupción.
Por otro lado, el estancamiento en términos de percepción de la corrupción parece estar íntimamente ligado a un retroceso democrático. En este contexto, échese un vistazo a la información internacional disponible sobre países asolados por regímenes autocráticos como la Rusia de Vladimir Putin (129/180) y la Venezuela de Nicolás Maduro (176/180). Sorprendentemente, y como malas noticias para México, nuestro país se ubica mismo por debajo de la Turquía de Erdogan; régimen ajeno a cualquier concepto de democracia liberal, que ha coartado libertades y que se ha distinguido por la represión y por la presencia omnímoda de las Fuerzas Armadas en la vida pública.
AMLO, por su parte, no ha cejado en su empeño de centralizar el poder en su persona, en detrimento de organismos autónomos.
¿Qué podemos hacer en México?
El combate contra la corrupción exige la puesta en marcha de mecanismos transversales que toquen la impartición de justicia y que promuevan una verdadera cultura de la legalidad. En el primero, debemos realizar verdaderas reformas institucionales que destierren las prácticas presentes en los juzgados, con una Fiscalía auténticamente independiente que no esté sujeta a los intereses políticos del presidente en turno.
En materia de educación, nuestros niños y jóvenes merecen una reforma educativa que incentive, desde temprana edad, la cultura de la legalidad, que exalte la importancia del trabajo colectivo y que ponga el acento en el deber ciudadano.
Con motivo de la última consulta popular en torno al “procesamiento de actores políticos del pasado” el presidente mexicano reiteró, desde el púlpito presidencial, su compromiso inequívoco contra la corrupción. Sin embargo, no obstante sus interminables mensajes mesiánicos, sumado a escándalos de funcionarios miembros de su administración, la corrupción descansa impunemente sobre nuestras espaldas, a la vez que hipoteca nuestro devenir como nación.