Cuando el Departamento de Estado, encabezado por Marco Rubio, con base en una solicitud del presidente Trump, declaró a los cárteles mexicanos como organizaciones terroristas, múltiples voces desde la izquierda y el régimen surgieron para sostener que dicha clasificación no se correspondía con la verdad en función de que el móvil de los actos de violencia de los cárteles era fundamentalmente de orden económico y no político. Con este lamentable argumento, se pretendía diferenciar a organizaciones ultra violentas que han declarado la guerra al Estado mexicano y a otros gobiernos y que controlan toda clase de actividades legales e ilegales, económicas y políticas, tendientes al evidente fin de controlar territorio, imponer funcionarios y, en extremo, usar la violencia desde o contra el Estado para mantener bajo control a poblaciones civiles que, abandonadas a su suerte por gobiernos e instituciones de seguridad complacientes, han permitido la normalización de continuadas masacres y desapariciones.

Sin embargo, el ejemplo que grafica que los cárteles son organizaciones terroristas es la violencia contra grupos civiles, mismos que pretenden intimidar para alcanzar fines que favorezcan su causa es, sin lugar a dudas, lo acontecido en la comunidad guanajuatense de San José de Mendoza en el municipio de Salamanca. Ahí, un grupo de jóvenes miembros de la pastoral de la parroquia, minutos después de acudir a misa, fueron atacados por un comando armado derivando el ataque en 8 jóvenes muertos.

La agresión se llevó acabo la noche del 16 de marzo en la cancha de usos múltiples, durante un evento. De acuerdo a los testimonios, un comando armado, sin advertencia previa o motivo evidente, arribó al lugar y comenzó a disparar de manera indiscriminada contra los asistentes. En ese lugar y momento, perdieron de forma inmediata la vida 4 personas, unas horas después fallecieron otras 4 en un hospital cercano.

El obispo Enrique Díaz Díaz, titular de la Diócesis de Irapuato, confirmó que la mayoría de los jóvenes eran miembros de la pastoral juvenil de la diócesis.

Estos hechos debieran ser suficientes para acabar con la flaca e insostenible defensa que se pretende hacer respecto al carácter que los cárteles mexicanos tienen como terroristas; más allá de toda duda, es evidente que lo que estas organizaciones buscan, en muchas ocasiones es, precisamente, a través del terror sin sentido, alcanzar el evidente objetivo de incrementar sus índices de control porque en la lógica típica del crimen organizado, las muertes y actos violentos se circunscriben a otras organizaciones o actores involucrados en forma directa en las cadenas de distribución, compra, venta o competencia de las bandas criminales.

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No hay posibilidad de que el ataque realizado en Salamanca no incurra en esta clasificación. Lo que evidentemente pasó ahí, fue un acto como los que en forma regular realizan los yihadistas cuando atropellan y matan a civiles en actos deportivos, o cuando irrumpen, como en el caso del teatro Bataclán en París, en eventos sociales a los que acude población abierta pues, lo que se busca es causar terror entre los miembros vulnerables de la sociedad, intimidando a poblaciones desarmadas para demostrar la incapacidad práctica de sus gobiernos de protegerlos.

Lo que es extraño en el caso de los terroristas mexicanos, es que sí alcanza el objetivo de demostrar que el Estado no puede proteger a sus ciudadanos pero, curiosa y atípicamente, es el Estado mismo el que no quiere combatirlos ni clasificarlos como lo que son. Lo extraño es también, que la pirinola cae siempre en el Estado pierde, ya sea legitimidad, apoyo social, o fortaleza práctica.

Obviamente los terroristas locales han dejado claro su punto, tienen control efectivo en territorio y pueden, con impunidad y sin consecuencias, masacrar a cualquiera que pretenda afectar sus intereses. La población, indefensa e irremediablemente condenada a someterse a estos designios, asume la orfandad en la que se encuentra y, por tanto, cede siempre a las imposiciones de estas organizaciones. Pero a pesar de que el gobierno, en todos sus órdenes, siempre queda expuesto como ineficaz o cómplice, su retórica y acción no está destinada a re prestigiar al gobierno o a cumplir con la elemental función de proteger a ciudadanos indefensos contra grupos ilegalmente armados.

Teorías respecto al por qué de estos hechos hay muchas, pero la realidad constante alimenta una narrativa creciente en la que se compromete la función del Estado, al tiempo que se obliga a la sociedad civil organizada a señalar lo que el Estado omite.

Es el caso, por ejemplo, de la Conferencia del Episcopado Mexicano, que se encuentra dando una batalla por su feligresía, en la que no hace sino dar cuerpo a la narrativa social extendida de la ineficacia y complicidad de los gobiernos y, en una lógica kafkiana, es señalada como la creadora de campañas que supuestamente pretenden desprestigiar a un Estado que aún supone que, no aceptando la verdad, mantiene algún margen de dignidad o lógica; pero lo obvio es que los terroristas son impunes, los ciudadanos son víctimas y el Estado, al no reaccionar en su defensa, no encuentra punto para mantener cara y que la prolongación ad infinitum de esta dinámica implicará mayor fuerza del crimen organizado y algunas ínsulas de resistencia social pero, lamentablemente, la pérdida de la función central del gobierno: garantizar la vida de los mexicanos.

Así pues, cobra natural materia que, ante lo que el Estado omite, la sociedad reclame quién lo realice. Más pronto que tarde, la iglesia, Donald Trump, la sociedad civil o el empresariado, iniciarán un conflicto defensivo contra quien los somete en forma insistente. Es la historia de los pueblos y la dialéctica de las sociedades. Al tiempo.