El uso indiscriminado de la comunicación social como herramienta de manipulación se ha convertido en una constante en la simulación de la procuración de justicia. No se trata de garantizar el debido proceso ni de construir instituciones que realmente funcionen, sino de montar un espectáculo, de fabricar villanos mediáticos y de ofrecer sacrificios públicos para saciar el apetito de una sociedad harta y frustrada. Es la justicia reducida a una puesta en escena, donde la indignación es el guion y la venganza es la recompensa. En esta narrativa, lo que menos importa es la verdad o la proporcionalidad de las penas; lo fundamental es mantener el ánimo encendido, alimentar la rabia de un pueblo que se desgasta en su propio odio.

La polarización vuelve a ser el recurso más rentable políticamente: dividir, etiquetar, señalar, construir enemigos comunes y ofrecer castigos ejemplares para reforzar la ilusión de que algo está cambiando. La justicia deja de ser un derecho y se convierte en un producto de consumo masivo, un espectáculo que todos ven, comentan y comparten, mientras las víctimas anónimas —las que no encajan en la narrativa conveniente, las que no generan likes ni reacciones— son relegadas al olvido. Todos se cuelgan de los escándalos, desde medios hasta políticos, pasando por activistas y opinadores de ocasión. Y lo hacen con la irresponsabilidad de quienes reducen el derecho penal a una consigna mediática.

Lo del imbécil del ‘Fofo’ Márquez es el ejemplo perfecto del populismo punitivo en su máxima expresión. No hay defensa posible para un sujeto como él, un patán que encarna el peor rostro del privilegio, pero el problema no es la repulsión que genera, sino la forma en que se utiliza su caso para distorsionar el debate jurídico. Es irresponsable manosear el tipo penal del feminicidio para encajar hechos a la fuerza en una figura que tiene una razón de ser muy específica. Su vulgarización no solo es un despropósito conceptual, sino que puede terminar debilitando el verdadero combate a la violencia de género. Si todo es feminicidio, nada lo es. Si el término se convierte en una muletilla política, en una herramienta de exhibición pública, en un castigo hecho a la medida del escarnio, pierde su fuerza como mecanismo de protección real para las mujeres.

Estos síntomas anticipan lo que viene: la atrocidad intelectual y jurídica que significará la reforma al poder judicial. El derecho no se construye con emociones, sino con racionalidad y técnica jurídica. Pero lo que vemos hoy es justo lo contrario: una regresión impulsada por la rentabilidad del castigo como espectáculo, por el morbo elevado a categoría de justicia y por una clase política que ha encontrado en la demagogia penal el atajo perfecto para ocultar su ineptitud. En este país, las instituciones no se fortalecen; se guionizan. Y la justicia, en lugar de impartirse, se transmite en vivo.