El tema del régimen político y de gobierno tuvo un proceso muy peculiar -y hasta paradójico- en las determinaciones que tomó el constituyente de 1916 y que finalmente se expresaron en la Carta Magna de 1917, conforme la determinación de instaurar un sistema presidencial.

Lo peculiar de la materia se refiere al hecho de que la Revolución en buena medida se detonó en repudio a la dictadura de Díaz y al golpe de Estado que perpetuara Victoriano Huerta en el marco de la atrocidad cometida mediante el asesinato de Francisco I Madero, de lo que resultaba natural derivar una propuesta encaminada a matizar al sistema presidencial.

Conforme a tal secuencia de hechos podría suponerse tuviera lugar una tendencia a moderar el peso de la institución presidencial, como ya había ocurrido con la Constitución de 1857 que, en virtud del antecedente de la dictadura de Santa Anna, buscó acotar al poder ejecutivo, al grado que si bien se instauró un régimen presidencial, en los hechos se acercó a uno de tipo parlamentario. Así lo manifiestan las disposiciones que regulaban al ejercicio de una presidencia con un Congreso poderoso integrado por una sola Cámara, la de Diputados, y por un poder Judicial compuesto por ministros electos de forma popular.

A pesar de dicho contexto, estaba también presente la expresión que se atribuyera a Comonfort respecto a la de 1857 en el sentido de que “con esta Constitución no se puede gobernar”; a más de ello, la corriente de opinión que generó un hombre del reconocimiento de Rabasa conforme a lo expresado en su texto de la Constitución y la Dictadura, que volvía sobre el tema en cuanto al dilema que significaba gobernar conforme a las disposiciones de la Carta Magna del 57, en el sentido de resolver las limitaciones que imponía por medio de prácticas y acciones que se solventaran con la dictadura.

Dentro de tal contexto, Venustiano Carranza marcaría su punto de vista cuando pronunció el discurso para abrir los trabajos del constituyente de 1916, en el sentido de descalificar al régimen parlamentario y pronunciarse por la necesidad de contar con un presidente fuerte; es claro que la visión del coahuilense estaba inmersa en la experiencia obtenida de las pugnas entre los bandos revolucionarios de las que él mismo había formado parte, así como de su pretensión de ser presidente de la República, una vez aprobado el nuevo texto constitucional, tal y como ocurrió casi de forma consensual. No obstante, estaba también el precedente de una tendencia distinta en la Convención de Aguascalientes y, de igual forma, algunos pronunciamientos que ocurrieron en el debate del constituyente.

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El hecho es que la balanza se inclinó, como es por todos sabido, por la definición a favor de una presidencia fuerte. En el plano académico, el francés Duverger ya advertía sobre lo que él llamó presidencialismo, definido como hipertrofia de los poderes del presidente y de debilitamiento de los del parlamento; otros autores se refirieron al tema, en nuestro país ganó un lugar muy reconocido la definición de Carpizo sobre el presidencialismo mexicano, identificándolo a través de las facultades metaconstitucionales del presidente.

Así, las implicaciones del presidencialismo en México se incorporaron al debate sobre la construcción de la democracia electoral y con la idea de la competencia como camino a la alternancia del partido en el poder, así como de las implicaciones de una mayor pluralidad para atemperar el ejercicio de gobierno; pero esa visión, si bien ha sido importante, no ha dejado de ser periférica, pues no toca de manera directa al régimen presidencial. Apenas las reformas más recientes que dieron lugar a la creación de la Fiscalía General de la República, así como a la prerrogativa del propio presidente para construir un gobierno de coalición, han ido más directamente sobre el tema.

El discurso del 6 de marzo de 1994 de Luis Donaldo Colosio, referido a la reforma del poder, fue una crítica consistente al presidencialismo mexicano y contuvo, implícitamente, una visión para formular las modificaciones legales necesarias para la actualización del régimen político, pero el tema ha sido abordado, desde entonces, de forma tangencial. Todo indica que ese es uno de los grandes debates a sostener cuando se avecinan las elecciones de 2024.

De alguna forma, el despliegue de las coaliciones electorales, se encaminan por esa ruta, pues son una vía para después verse reflejadas en los gobiernos de coalición y evolucionar hacia una reforma necesaria en el ejercicio del poder, justo cuando la flama del caudillismo, del estilo que se orienta a las definiciones personales por encima de las institucionales y de carácter legal nos invade.

Todo ello, cuando parece llamarse al debate entre las implicaciones que tiene el gobierno de leyes, frente al que se identifica por el poder personal; en el momento que amenaza una tendencia que corre por la vía de hermanar el viejo presidencialismo con el autoritarismo y con el populismo.

La Constitución de 1917 nos debe una mejor respuesta al tema del régimen político, pero esa deuda se puede y se debe saldar.