Muchos coinciden que el principal logro durante la administración del presidente López Obrador ha sido la disminución de la pobreza. Los datos son alentadores: habían salido de la pobreza 5.4 millones de personas hasta 2022, situándose el índice de pobreza en 36.4%, 5.6 puntos porcentuales menos en relación con 2018. Los datos ilusionan, aun cuando el número de pobres no deja de ser significativo: 46.8 millones, en 2022. Queda mucho por hacer y se debe seguir actuando en el mismo sentido.

En medio de la incertidumbre que vive hoy el país, CONEVAL anunció que la tasa de pobreza laboral en el segundo trimestre de 2024 se situó en 35%, lo que significa una disminución de 2.8 puntos porcentuales con respecto al mismo periodo de 2023. En términos absolutos, esto significa que 3.4 millones de mexicanos abandonaron la pobreza laboral durante el último año. Si se considera este dato, es probable que al concluir el sexenio la cifra de reducción de la pobreza sea cercana a los 9 millones de personas, lo que llevaría a un registro histórico en el índice de pobreza de alrededor de 33%. Sólo para resaltar, hace una década el índice de pobreza se situaba en 46.2%; lo que podría llevar a una reducción de 13.2 puntos porcentuales.

La pobreza laboral hace referencia al porcentaje de hogares cuyos ingresos laborales son insuficientes para cubrir la canasta básica de todos sus miembros. Es factible que los hogares tengan alguna carencia de algún bien o servicio básico; sin embargo, en este caso, se está hablando de hogares que superan sus carencias alimentarias; lo que incide, de por sí, positivamente en el índice de pobreza general.

En la disminución de la pobreza ha tenido un papel relevante la democratización del gasto público. El crecimiento histórico del gasto social ha sido un factor que ha disminuido las carencias económicas de los ancianos, de los jóvenes, de los campesinos y silvicultores, y en general, de los grupos vulnerables. Se rompió un paradigma y se ha puesto en duda la aversión que se le tenía al gasto público; esto es, se hizo evidente que se puede utilizar directamente el presupuesto para combatir la pobreza, sin que se genere un impacto inflacionario relevante; existiendo previamente la condición del equilibrio fiscal.

Pocos dudan ahora que la inversión pública no sirva como un detonante para el desarrollo regional y generar empleos. Es evidente que, por sí misma, no es suficiente para generar un crecimiento alto y sostenido, ya que representa menos de 5% del Producto Interno Bruto; por lo que se requiere de la inversión privada y de la inversión extranjera directa. No obstante, su efecto multiplicador es obvio y permite superar rezagos en materia de infraestructura, conexión, conectividad y empleo en importantes regiones del país, como la sursureste.

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El gasto público ha sido relevante para abatir la pobreza, sin embargo, en términos económicos lleva a una continua presión fiscal: a mayor detección de necesidades más gasto. Las necesidades sociales de la población tienden a ser crecientes y los recursos fiscales se tornan cada vez más escasos. Ahora los programas sociales tienen un cariz constitucional; no está mal, pero esto obliga a mantener un continuo crecimiento económico para posibilitar una creciente recaudación fiscal. De no ser así, para cumplir con estas obligaciones constitucionales, se tendría que recurrir a una reforma fiscal o a mayores niveles de endeudamiento.

En términos estructurales para combatir la pobreza nada ha sido más importante que el incremento de los salarios reales. Es la solución estructural porque los salarios, por sí mismos, deben de bastar para que las familias no vivan en la pobreza. Durante el gobierno actual el salario mínimo ha crecido en más de 100% y este ha sido -para mí– el mayor de los logros. La presidenta electa Claudia Sheinbaum ha matizado correctamente esta línea de mejora en los salarios y ha definido que el salario mínimo deberá ser suficiente para cubrir 2.5 veces la canasta básica para 2030. Concibe que el salario es más que una simple remuneración; que debe traducirse en la capacidad de los trabajadores para sostenerse a sí mismos y a sus familias. Esto todavía es más loable.

La firme determinación de incrementar salarios rompió con el viejo paradigma de asociar a los incrementos salariales con mayores tasas de desempleo y niveles de inflación. El crecimiento de los salarios, por demás espectacular, no ha traído desempleo ni inflación: los datos indican que la tasa de desempleo se ubica entre 2.6 y 2.8% (de las más bajas históricamente); en tanto que la inflación subyacente, en donde se aprecia el impacto salarial, ha mantenido desde 2022 una trayectoria descendente. La curva de Phillips está en duda y se está más cerca de la apreciación empírica de David Card; sin embargo, debe decirse que durante 43 años hubo una “terrible” contención, que llevó a que el salario mínimo real se redujera en alrededor de 70%; lo que sin duda convirtió al costo salarial en marginal respecto al costo total de las empresas.

El optimismo de alcanzar metas sustantivas en materia de crecimiento económico era notorio hasta hace tres meses; después de las elecciones se ha venido erosionando, hasta hacerse preocupante en el último mes. Existen un conjunto de indicadores que reflejan deterioro económico: la desaceleración económica es notoria, sobre todo en el sector secundario, y ahora se estima una tasa anual de crecimiento de 1.5%, por debajo del 3% que pronostica la Secretaría de Hacienda y Crédito Público; en junio se debilitaron la inversión y el consumo privados; disminuyó el ritmo en la generación de empleos formales y ha crecido el empleo informal. Incluso, el dólar, que era el mayor de los orgullos del presidente López Obrador, se ha depreciado en alrededor de 17% si se compara con el del 31 de mayo de este año.

Debe preocupar -y mucho- el entorno actual porque el deterioro de los indicadores económicos obedece a una causa estructural. La reforma judicial está haciendo estragos y no debemos pensar que el escozor va a concluir con su promulgación. Falta todavía un periodo de transición de 9 meses para la primera elección popular, que en términos económicos y financieros significan una eternidad; y aún después de este lapso continuarán las dudas relacionadas con la natural imparcialidad que debe prevalecer en la impartición de justicia y con la capacidad de los nuevos juzgadores para dilucidar y emitir las sentencias razonadas de los casos.

No debemos juzgar a los que se oponen a la reforma judicial: 1) toda inversión está sujeta inevitablemente a riesgos y de lo que se trata es de evitar contingencias y daños, incluyendo la injerencia de los gobiernos federal o estatales en los fallos judiciales; y 2) México es una economía abierta con relaciones comerciales permanentes e imprescindibles, además de haber signado un tratado comercial con Estados Unidos y Canadá. Se está hablando de un cambio radical, de una “verdadera revolución” -dice Gerardo Fernández Noroña- en el poder judicial. Cómo dejar de pensar -visto así- que no se afecte la certidumbre de los inversionistas nacionales y foráneos y que no existan presiones sobre el tipo de cambio.

Nada más dañino que el discurso demagógico de que cualquier abogado titulado pueda ser juez, aun cuando se ha aclarado que si existen requisitos. El sentido profundo de la reforma es que la justicia se perfeccionará con la elección mediante voto popular de los jueces y magistrados; relegando a un segundo término a la natural sabiduría y al amplio conocimiento del derecho que debe tener todo juzgador. La involución es enorme: las primeras civilizaciones acudían al buen juicio de personas respetables, preferentemente ancianos; ahora se concibe que la simple voluntad popular le otorga sabiduría, honorabilidad y honestidad a los jueces; siendo que nuestra sociedad en sus leyes y en su vida económica, política y social es sumamente compleja.

La confianza tarda en ganarse y sólo aumenta a partir de resultados fehacientes. Hay quien cree que las reforma judicial es el más significativo avance en materia de justicia. El pueblo mismo -algunos dicen- así lo cree, no obstante, será el primero en rechazarla si observa que nada se corrige y si, por el contrario, hay un retroceso. En vías de mientras, los empresarios y las cámaras empresariales dudan sobre la eficacia de la reforma y sobre la necesaria independencia que debe tener el poder judicial. En la misma sintonía y frecuencia se encuentran nuestros principales socios comerciales. Le quedará la difícil tarea a Claudia de demostrar que se hizo lo correcto; pero eso mantendrá durante algún tiempo a nuestra economía atribulada y con cierto enfriamiento.

¿Andrés, por qué no recurriste a tu sabiduría para entender que la implantación de la reforma judicial rebasaba, por sus efectos, tu tiempo (y por mucho) como gobernante? Sabia virtud de conocer el tiempo.