Nota: condena mundial y sanciones ejemplares para el troglodita que ocupa la presidencia en el Ecuador. Así se comporta la derecha cavernaria en América Latina. Ni las peores dictaduras militares se atrevieron a pisotear así la legalidad internacional. El hermano pueblo de Ecuador debe destituir a este gorila.
El Estado mexicano en la larga travesía de su construcción histórica, casi nunca, o tal vez nunca, ha sido investigado en cuanto a los procesos de criminalización del poder que se sucedieron uno tras otro en diferentes etapas, tanto del siglo XIX como en el siglo XX y luego del siglo XXI. Ligado a ello, la estrecha relación del poder y el delito, del discurso de la constitucionalidad a los actos de la anticonstitucionalidad, del crimen a su interior a la corrupción expresada hacia el exterior. No es sólo en México, en toda América Latina y el Caribe encontramos casos cada vez más evidentes. Aquí solo podemos adelantar unas cuantas líneas fundamentales que ilustren aquello a lo que nos estamos refiriendo, en su densa complejidad.
Hablamos del uso reiterado de la criminalidad en los procesos políticos, teniendo el monopolio o la mayor fuerza de las armas como telón de fondo. No hacemos generalizaciones sobre los actores históricamente involucrados, sino de procesos que estuvieron presentes y pueden haber influido en el curso de los acontecimientos que tenían como ruta trazada la construcción de las instituciones del Estado como prioridad sociopolítica nacional.
En otros términos, el vínculo histórico teórico entre violencia estatal, corrupción de Estado y usos criminales en la lucha política de la fuerza armada, en el ejercicio del gobierno, es histórico y debemos pasar a su análisis teórico y sus evidencias.
Parece una línea de investigación agresiva, desconcertante, inverosímil, pero es absolutamente real y factible. Evidentemente, estamos planteando la necesidad de rastrear procesos históricos a la luz de conceptos contemporáneos. Autores como Charles Tilly, Lilian Bobea y Pedro Piedrahita, han adelantado estas investigaciones bajo un enfoque general, referido a Latinoamérica, pero mencionan también casos europeos perfectamente encuadrables en los principios de análisis usados. Y para el caso de autores mexicanos sobre nuestra propia realidad de origen, destaco el trabajo de recopilación paciente, “La Patria y la Muerte”. Los crímenes y horrores del nacionalismo mexicano, de José Luis Trueba Lara (2019), en donde demuestra con muchos datos y detalles cómo “la revolución devoró a sus propias criaturas”, ejemplificando con dicho periodo posrevolucionario.
Se ha discutido ya que la lucha armada pro independentista en México que estallo en 1810 fue una auténtica revolución socio política contra el poder colonial, que transcurrió en prácticamente todo el territorio nacional, así haya concluido con un pacto insurgente monárquico en septiembre de 1821, que por supuesto forma parte del largo trayecto de construcción del Estado nacional. En los años posteriores “el odio y las matanzas de gachupines” fueron el aspecto central de la violencia independentista, entendida como “violencia insurgente”, una vez que la mayoría de las armas cambiaron de bando. El movimiento insurgente post independentista se movió sobre una tríada: el respeto al dominio monárquico (conforme al pacto Guerrero-Iturbide en Iguala), la defensa de la religión (bandera de criollos, colonialistas y pueblo en general) y defensa de la nueva patria que incluía por extensión la exclusión de los “gachupines” (aquí los consensos se rompían y se enfrentaban los grupos sociales) porque ello era propio de la revolución independentista, de cuyo combate, expulsión y repudio se hizo una base ideológica, luego convertida en principios de doctrina nacionalista, expresados como asesinatos de españoles peninsulares, destrucción de propiedades y saqueos. La violencia social sin reparo en algún tipo de nueva legalidad.
Había odio insurgente (desde las batallas armadas y posteriormente, con ejecuciones e grupo, e incluso, tumultuarias) que se desarrolló como principio socio cultural, expresados con todo rigor en proclamas y manifiestos políticos de distintos dirigentes y luego bandos de gobierno (desde Hidalgo y Morelos en adelante), lo cual le daba a las acciones populares y de autoridades diversas, rango de “extra legalidad tolerada” y por ello, legitimada. Alguien lo llamó “el pequeño terror”. Por tanto, todo ello, son “aspectos de un tema fundamental: el de la construcción y el ejercicio del poder en el proceso de la independencia mexicana” (Landavazo: 2009)
Las coyunturas de sucesión en el poder, son prolíficas en casos de extra constitucionalismo y violencia política, excepción hecha en la elección de “Guadalupe Victoria”: después del efímero Imperio de Agustín de Iturbide se efectuaron las primeras elecciones nacionales (la Constitución de 1824 establecía que el presidente de la república sería designado por el voto de los 36 representantes de las legislaturas estatales de entre dos candidatos, no por el voto popular), resultando electo presidente de la republica Guadalupe Victoria, el 10 de octubre de 1824. Pero, en las segundas elecciones, contendieron el conservador Manuel Gómez Pedraza y el insurgente Vicente Guerrero. Triunfó el primero, pero “los vencidos” se levantaron en armas y se apoderaron del Palacio Nacional, y Gómez Pedraza (una de las acusaciones que se le hacían, es que se negaba a expulsar a los “gachupines” de México) huyó del país y el Congreso dio el triunfo a Vicente Guerrero y al general Anastasio Bustamante como vicepresidente.
Las ambiciones políticas se hicieron presentes en bando de los “centralistas” y Anastasio Bustamante (del bando conservador, llamados “hombres de bien”, junto al clero) se levanto en armas contra Guerrero obligándolo a retornar a las montañas del sur. Allí era imbatible y Bustamante recurrió a la traición, pagando a Francisco (o Gustavo) Picaluga para que invitara a un banquete a bordo de “El Colombo” (bergantín anclado en las playas de Guerrero), donde fue hecho prisionero y posteriormente pasado por las armas el 14 de febrero de 1831.Bustamante hizo desaparecer los archivos de la conspiración contra el presidente Vicente Guerrero, antes de ser aprehendido y acusado del asesinato de Guerrero por Juan N. Álvarez.
Aquí sólo algunos ejemplos: la violencia política armada, los reiterados actos criminales mediante conspiraciones u actos organizados y ejecutados de manera organizada (por estar fuera del marco constitucional, construcción del Estado Nacional, de uno y otro bando, es decir, de conservadores e independentistas), ambos en la idea de construir un poder público más desarrollado en condiciones de independencia, expresa el contenido de lo que hemos expresado en este texto.
Sin duda alguna, en la victoria del partido liberal en la guerra civil por la Constitución de 1857, y en la prolongación de dicha guerra por las Leyes de Reforma, y luego durante la segunda invasión francesa, fueron prolijas en este tipo de actos de ambos bandos que se repiten, todos con la mente fija en la idea de hacer avanzar “la causa nacional”. Hay violencia insurgente, violencia liberal y violencia conservadora, fuera de ordenamientos constitucionales, cometiendo todo tipo de delitos colectivamente planeados y ejecutados, asesinatos, despojo de propiedades, saqueos, incluyendo en ello, al clero militante en la causa conservadora. El máximo alcanzado fue desconocer al presidente Juárez electo constitucionalmente, y traer a un príncipe extranjero como gobernante mediante otra invasión militar extranjera. La anticonstitucionalidad, el delito ligado a la política, a la lucha por el poder, como norma de regularidad.
La consolidación de la autoridad pública centralizada en todo el territorio nacional, mediante el uso de la violencia social, política y armada por parte de Porfirio Díaz, de su ejército federal, así como de los destacamentos armados regionales, como la “guardia rural”, fue lograda a base de violentar la Constitución cuantas veces fue necesario, de criminalizar el ejercicio del poder del Estado. Por ello:
“el papel que jugaron las formas de violencia organizada en el crecimiento cambio de esos peculiares sistemas de gobierno que denominamos Estados nacionales: organizaciones relativamente centralizadas y diferenciadas cuyos funcionarios (…) ejercen cierto control sobre esas formas de violencia monopolizadas por una autoridad, sobre el conjunto de una población que habita un territorio amplio y contiguo a otro” (Tilly)
Los actos criminales desde el poder fueron la casi cotidianeidad, hasta que llegó la gran rebelión de 1910. Al triunfo de una de las facciones: “los caudillos se asumieron como la materialización del Estado, como los únicos y legítimos dueños del poder que premiaba o castigaba sin más límite que su voluntad, como los poseedores de una palabra que (…) jamás podía ser desafiada” (Trueba)
En cada época, hay distintas violencias de Estado desde clases políticas en el poder cuya fórmula de llegada y permanencia es el uso de recursos diversos ilícitos y pactos de transgresión del marco constitucional. Cuando surgen, la corrupción generalizada y las asociaciones con formas de criminalidad superior, ellos son el núcleo político de partida, el ambiente institucional predominante y las praxis políticas, más propicias todas para su reproducción fortalecida.
El gran historiador inglés Eric Hobsbawm lo dice claramente: “las revoluciones son fenómenos ambivalentes, siempre envueltas por un halo de esperanza y desilusión, de amor, odio y temor” (Rojas). En otras palabras, los grandes movimientos sociales de cambio y avance histórico, pueden ser capaces de lo mejor y de lo peor.
Continuamos en la próxima entrega.