Una nota sobre la prosecución del conflicto con el gobierno de Ecuador: lo peor sería una oleada de nacionalismo exacerbado, tan engañoso como el de antaño, y una actitud xenofóbica absurda en contra de hermanos latinoamericanos víctimas de oligarquías entreguistas y corruptas como la del gobierno ecuatoriano actual.
Dijimos en nuestra entrega anterior que el Estado mexicano en la larga travesía de su construcción histórica, casi nunca, o tal vez nunca, ha sido investigado en cuanto a los procesos de criminalización del poder que se sucedieron uno tras otro en diferentes etapas precedentes hasta la actualidad, incluyendo los magnicidios habidos, aunque en esta última etapa histórica han sido más abundantes y cualitativamente superiores tales análisis. Hablamos del uso reiterado de la criminalidad en los procesos políticos, teniendo el monopolio o la mayor fuerza de las armas como telón de fondo. Poder, violencia y corrupción criminal de distinto tipo, son variables orgánicamente ligadas en la historiografía nacional.
Al término de la gran rebelión de 1910 con nueva Constitución política en mano, el gran tema fue, no los términos sustantivos de la propia norma suprema, el eje de todo fue el régimen, la forma de ejercicio del poder, del relevo en el mismo, de sus medios, instrumentos y recursos empleados, para su control y retención, que establecían un tipo de relación Estado sociedad absolutamente desfavorable para la segunda, que además y por ello, resentía cíclicamente el uso de todo el arsenal represivo acumulado por un grupo que triunfó para sí mismo y luego repartió lo que quiso y pudo a los demás, menos el poder y los recursos del Estado, cuyo manejo fue su patrimonio exclusivo.
Para José Luis Trueba Lara (2020) los caudillos triunfantes se propusieron dos cuestiones centrales: una revolución cultural y otra revolución antropológica, cuando las balas callaron relativamente, y era necesario colocar al pueblo a la altura de la gesta revolucionaria, en el contexto de un “nacionalismo fervoroso”. La primera de aquellas transformaría las conductas y la segunda el sentir de sus almas.
Pero para ser efectivas, “reclamaban acciones fulminantes y a los caudillos no les tembló la mano para llevarlas a cabo”, ello implicaba exterminar a los extranjeros o expulsarlos de México (aquí hay una línea de continuidad con el postulado de los insurgentes independentistas contra “los gachupines”) porque deformaban “la raza”, para lo cual, se pusieron en práctica crímenes masivos, expulsiones y persecuciones. De igual manera, era imperativo eliminar a quienes se opusieran a la voluntad de los caudillos triunfantes: “el nacionalismo de los caudillos reclamaba estos crímenes y no había más remedio que perpetrarlos” para salvar a “la raza” y a “la revolución” (Trueba Lara, 2020). Por ello, dentro de las dos revoluciones propuestas, estaba en forma axial, “desfanatizar” religiosamente al pueblo mexicano.
Agrega el autor consultado: “El nacionalismo mexicano nació gracias a una serie de crímenes y al culto a la muerte. A fuerza de mitos, su historia se transformó en una narración hipócrita (…) Aún hoy, cada vez que alguien se siente orgulloso de ser idéntico a lo que soñaron los caudillos sigue justificando las atrocidades que se cometieron” Por último: “a diferencia de los bolcheviques los triunfadores de la matanza no contaban con una ideología precisa. El futuro aún tenía que ser inventado”. El nacionalismo exaltado, ambiguo, difuso que alcanzaba para todo era insuficiente.
Toda esta praxis criminal y su débil fundamentación ideológica, es motivo de otras acérrimas críticas: Roger Bartra en el prólogo al libro de Agustín Basave “Mexicanidad y esquizofrenia”, hace un planteamiento demoledor: “La gran tragedia política de México a comienzos del siglo XXI radica en la profunda inmersión de la sociedad en la cultura del nacionalismo revolucionario instituida a lo largo del siglo pasado (…) Es cierto que los males de México hunden sus raíces en tiempos antiguos y se puede ubicar su lejano origen en la Nueva España. Pero la consolidación de una irracionalidad anclada en la hipocresía y la corrupción se consolidó a lo largo del siglo XX, bajo la sombra de los gobiernos autoritarios nacionalistas. En ese lodazal, paradójicamente, lo más racional es comportarse irracionalmente y lo más eficiente es acudir a la corrupción”. Aunque el propio autor Agustín Basave evade esta postura radical: “No creo que sea necesario conjurar el nacionalismo bien entendido, el que fundó Herder, sino las perversiones que lo desnaturalizan”. (Basave, 2013)
En toda esta disertación, se vincula estrechamente el nacionalismo pervertido y artificioso rabiosamente autoritario, con uno de sus efectos directos, la corrupción, que se justifica cuando ello es legítimo mediante soportes ideológicos nacionalistas. No olvidar que en fraudes electorales como el de la gubernatura por Nayarit en el año de 1975, se habló entonces de “fraude patriótico”. Aquí adquiere otra dimensión nuestra narrativa: el autoritarismo corrupto y antidemocrático, el despotismo del poder... La frase es un monumento al cinismo de la antidemocracia y la corrupción.
Y ambas cuestiones que han influido profusamente y profundamente en la construcción del Estado mexicano a lo largo del siglo XX, son expresión nítida de estos antagonismos antes expresados: lo que Bartra llama el “abismo entre la ley y la vida real (…) que ha sido una de las fuentes que alimenta la cultura de la corrupción”, y que Agustín Basave comenta en los siguientes términos: “Si se inscribía un derecho en la Constitución se podían cerrar los ojos y considerar que estaba jurídicamente satisfecho, aunque en realidad fueran sólo algunos juristas y legisladores, quienes estuvieran satisfechos (…) lo malo es que (…) las consideraciones sobre su cumplimiento no era problema de los hacedores (…) era trabajo de políticos y jueces. Pero unos y otros justificaban el incumplimiento (…) aduciendo que se las habían puesto muy difíciles, prácticamente inalcanzables”. En suma: se hacían leyes para darle formalidad a las aspiraciones, pero estaban muy lejos social, jurídica y políticamente de tener la posibilidad real de ser cumplidas. Ello daba pie a que en la academia y en los discursos los líderes e ideólogos del régimen se auto vanagloriaran diciendo “que la Constitución de México era de las más avanzadas del mundo”. Era parte del culto a la formalidad. De allí el “abismo, entre norma jurídica y realidad social y política”.
Ante esta imposibilidad de cumplimiento, se hacía a un lado la norma constitucional o reglamentaria y se optaba por su violación una y otra vez. Es decir, se criminalizaban las acciones del gobierno en la construcción o desarrollo del orden social. O bien, se optaba también por contraponer una ley secundaria al precepto constitucional y se le daba mayor fuerza a la segunda por encima de la primera. No olvidar aquello tan socorrido: “la ley es legal, aunque sea anticonstitucional”.
Entonces, el vacío o antagonismo entre los ordenamientos se llenaba con actos de corrupción, “con mochadas”, con negocios de camarillas burocráticas, con robo o hurto de los fondos públicos, con complicidades público privadas, en contratos, y argucias mil, o con represión abierta y hasta sangrienta a los rebeldes e inconformes que cuestionaban o combatían este modelo de Estado y gobierno.
Alan Knight, quien ha escrito el libro con un estudio exhaustivo, considero, de los más completos que existen sobre el proceso denominado “Revolución Mexicana” (2010), nos dice a todo esto que: “El México de Díaz, era un miembro prominente de la gran tribu de ‘democracias artificiales´, estados en los que la práctica política disentía radicalmente de la teoría liberal a la que se sujetaba. La política mexicana estaba saturada de fraudes, malversación de fondos y nepotismo., vicios a juicio de los críticos del régimen, pero fuentes de fuerza para los gobernantes porfiristas, complementadas con el uso de la fuerza bruta; estos vicios estaban tan profundamente arraigados que pudieron sobrevivir fácilmente a la caída del sistema porfirista”. Y desarrollarse al máximo.
La “democracia artificial” subsistió o se reimplantó -a pesar de la llegada de un nuevo ordenamiento constitucional- con todos sus atributos, la corrupción y el despotismo político. Hoy existen algunos macro factores que le otorgan nuevos contenidos a nuestra imperfecta o insuficiente democracia, a la acendrada corrupción de Estado y las complicidades criminales de las fuerzas políticas asociadas a la criminalidad transnacionalmente organizada. Se requieren nuevas concepciones y nuevos proyectos y programas de combate a los flagelos tradicionalmente detectados y que han mostrado tanta fuerza de resistencia para sucumbir ante nuevas voluntades de combatirlas como las del régimen actual. Sigue siendo muy complejo como decían los clásicos: “gobernar con la Constitución en la mano”. Hay fuerzas muy poderosas de todo tipo que se oponen a ello, incluso entre quienes declaran que la defienden.
En este contexto emergió un fenómeno nuevo de gran poder que encontró una institucionalidad relativamente débil: el crimen transnacional, en medio de una clase política acostumbrada a los privilegios, la simulación y la represión, así como, a la corrupción asociada, mediante grupos de criminalidad organizada bajo la cobertura de alianzas políticas y valladares pseudo ideológicos. Las tareas contra todo ello, deben reemprenderse con mucho mayor vigor e inteligencia.