El domingo pasado comenzó con la duda respecto al futuro y la ansiedad inherente a las incógnitas. Muchos ciudadanos despertaron entusiastas por el simple hecho de participar en una jornada electoral sin precedentes. Otros muchos optaron por decantarse por la indiferencia y la apatía cívica. Sin embargo, la libertad de ejercer el derecho a voto ahí estaba para todos. Así que millones optamos por gozar del privilegio de poder participar en unas elecciones libres.

Para las diez de la mañana, las redes sociales repiqueteaban con pronósticos y se pintaban con largas filas de ciudadanos esperando a sufragar. Pero para el medio día, las predicciones electorales habían cedido su lugar al festejo unánime de que todo indicaba que se estaba ante una participación ciudadana sin precedentes. Hubo quienes se aventuraron a vaticinar que la participación podía superar a aquella histórica de 1994 con un 77%. Una locura.

Los funcionarios de casilla se distinguían por su heroísmo y servicio a la libertad. El agradecimiento a su labor fundamental era unánime. Garantizaban nuestra democracia.

Los testimonios que narraban horas de espera bajo el sol proliferaban. Los ánimos de paciencia se multiplicaban en todos los foros. Las imágenes de casillas pletóricas indicaban que efectivamente éramos muchos más en las calles que en 2018. Así que la detracción al oficialismo comenzó a ilusionarse. Porque la hipótesis respecto a que una alta participación ciudadana incrementaba las posibilidades de la candidata presidencial opositora había devenido mantra.

Se leía la esperanza en las oposiciones. Se les notaba optimistas. Si la participación se mantenía tan alta como parecía, se antojaba que había tiro, que se podía cerrar una elección que parecía cantada.

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Era el típico caso del aliento que sentimos los mexicanos previo al día en que se disputa una Copa del Mundo. No importa qué tan mal llegue la Selección Mexicana, en el momento en que pita el árbitro el inicio del primer encuentro mundialista nos soliviantamos, nos vemos campeones. Sin embargo, todo ese cascabeleo termina siempre por naufragar en los mares de la decepción.

Otro tema que acaparaba la atención del público eran los abucheos a candidatos que pretendieron saltarse las filas. Quizás el caso más emblemático fue el del candidato a la alcaldía de Miguel Hidalgo, Miguel Torruco Garza, quien, con su eterno semblante de parodia de político pequeño burgués, pensó que él, a diferencia de la candidata presidencial de su partido, Claudia Sheinbaum Pardo, gozaba de privilegios adicionales para no formarse para votar como el resto de la ciudadanía.

Dieron las seis de la tarde. Todos, como ya es costumbre, se proclamaron ganadores. No obstante, en esta ocasión, a menos de que los líderes de las oposiciones tengan maestría en actuación, a todos se les veía genuinamente contentos. Felices. Las sonrisas de los dirigentes nacionales de los partidos integrantes de la coalición opositora lucían despampanantes. La candidata a la presidencia y el candidato a la jefatura de gobierno por la oposición también actuaban con sincera euforia. Por consiguiente, fueron instantes de irresponsabilidad democrática, pero de duda. ¿Se habría acabado cerrando la elección?

Solamente la candidata a la presidencia por el oficialismo guardó las formas. Esperarían al anuncio de los resultados oficiales, del conteo rápido de los votos. Su actitud denotaba responsabilidad, institucionalismo; pero, al mismo tiempo, abonó al sospechosísimo.

Momentos después, las encuestas de salida fueron las primeras en vapulearle la fe a los detractores del lopezobradorismo. Un par de horas después, el Programa de Resultados Electorales Preliminares anticipaba una ventaja abismal. La derrota pasó de ser probable, a esperarse definitiva.

Empero los opinadores espetaban palabras de denuedo al electorado opositor. No mentían: los números de PREP no muestran tendencias ni son estadísticos; si no que son el reflejo del censo al azar de las muestras que va recibiendo. Que había que esperar al conteo rápido. Dos horas. A las diez de la noche el Instituto Nacional Electoral debía anunciar al ganador.

A las diez de la noche, si bien los números que arrojaba el PREP seguían demostrando una inmensa diferencia entre los votos a favor del oficialismo que aquellos que se hicieron en apoyo a la oposición; el INE se abstuvo de anunciar al vencedor de la contienda presidencial. En muchas casillas se seguía contando, debatiendo como y recabando datos. Mas el triunfo del oficialismo se había tornado inminente. Ahora tocaba esperar para conocer la dimensión del fracaso electoral de las oposiciones. Sobre todo, porque la prioridad siempre fue la distribución del Congreso.

Para las oposiciones la presidencia estuvo perdida durante toda la campaña presidencial. Únicamente se olvidó el derrotismo durante la mañana y el medio día del domingo dos de junio. A lo que se apelaba era a evitar la configuración de una regresión autoritaria y la instauración de una nueva hegemonía partidista. Si se evitaba que el oficialismo lograra mayoría calificada en el Congreso, se salvaguardaba la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y se impedía la consumación de la autocracia.

Se veía improbable que, con una alta participación, los partidos opositores no alcanzaran ciento sesenta y seis curules. La candidatura presidencial opositora fue buena. Claro que se ganaría en por lo menos cien distritos.

La noche continuaba y la consejera presidente, Guadalupe Taddei Zavala, no salía a comunicarnos el resultado del conteo rápido. Y la prolongación de ese silencio, que desde 2006 no angustiaba tanto, dio fruto a las dudas, a la insinuación de fraude.

Bertha Xóchitl Gálvez Ruiz ya hablaba de votos escondidos. Mientras que, en el ámbito local, el PREP de la Ciudad de México, anunciaba la caída de su sistema. Todo recordaba fantasmas de antaño. La caída de un sistema al ochenta y ocho, y el mal actuar del INE en el anuncio de resultados al 2006.

Casi a la media noche se hace un anuncio histórico, pero que deja a más de uno anonadados: la participación ciudadana no llegó a más de 60% y el oficialismo habría arrasado con un triunfo avasallador sin precedentes en el México democrático.

30 puntos de diferencia en la elección presidencial y mayoría calificada en el Congreso. Nadie lo podía creer. Ni el presidente de la república.

A diferencia de hace seis años, la fiesta en el Zócalo tardó en estallar. Quizás por la demora en el anuncio oficial del resultado. Mas poco tiempo después, la vencedora de los comicios federales y virtual presidente electa de México pronunció un discurso sin matices polarizadores, alentando la reconciliación y prometiendo una democracia liberal.

Asimismo, en esos momentos, todos los candidatos de oposición reconocieron sus derrotas.

Por su parte, la ciudadanía en vela se dividía entre triunfalistas y vencidos. En concordia. Afortunadamente. Pues la jornada se desarrolló en paz y sin la violencia que parecía arrebataría el protagonismo en aquel domingo histórico.

La madrugada seguía su curso. Lleva de fiesta y desasosiego. También de dudas y de sueños. Mutismo en algunos lados, algarabía en otros tantos. El lunes repuntaría repleto de teorías y de sentimientos diversos. Lo esperado. Es la inevitable reacción a un suceso histórico. Así es la democracia.