Es un doble acierto el primer evento que la presidenta Sheinbaum hace durante sus mañaneras al reconocer “políticamente” los hechos del 2 de octubre de 1968: le cumple a la parte más dura, más radical, Morena; y, genuinamente como gobernante de izquierda quiere dejar zanjado un viejo tema que aún sigue doliendo. Más después de que el expresidente Luis Echeverría fue exonerado, en 2009, de esos hechos –cuando en 1968 era Secretario de Gobernación–.
Así, el primer intento del Estado mexicano para buscar justicia respecto a los hechos de 1968 acabó en que, en Marzo de 2009, el fiscal Especial Movimientos Sociales y Políticos del Pasado, de la entonces Procuraduría General de la República (PGR) perdió el caso en tribunales federales, con lo que Luis Echeverría fue exonerado de al no encontrarse elementos para juzgarlo por el genocidio realizado.
Así “jurídicamente” no se sabe quién ordenó disparar a los estudiantes ni cuantos en realidad murieron (las cifras oficiales hacen mención de 38, pero las periodísticas hasta de 300). Esto es algo que quizá nunca se sepa, aunque el Acuerdo presidencial hoy publicado abre la puerta para una revisión histórica de los hechos.
El Acuerdo tiene su fundamentación en lo dicho por el entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz en su V Informe de Gobierno, en Septiembre de 1969, unos 11 meses luego de los hechos, al decir: “Por mi parte, asumo íntegramente la responsabilidad: personal, ética, social, jurídica, política histórica, por las decisiones del gobierno en relación con los sucesos del año pasado.”
Díaz Ordaz asumió todas las responsabilidades, sin culpar a nadie más, pues sabía que él era el último responsable. Ya había ocupado todos los cargos existentes en el viejo régimen –rector de Universidad pública, juez, diputado, senador y secretario de Gobernación–. Tenía que afrontar las consecuencias, aunque siempre a sus más cercanos les dijo había sido engañado.
Diez días después del 2 de octubre de 1968 se inaugurarían las XIX Olimpiadas, que pusieron a México en el plano mundial y la economía estaba bullante. Qué mejor que el secretario de Gobernación, Luis Echeverría –que había puesto “orden”– para sucederlo. Y así sucedió.
El expresidente Díaz Ordaz, tiempo después, pensó que dos personas habían formado una alianza para crear y crecer un conflicto y que ellos al “resolverlo” se vieron beneficiados en la carrera presidencial: sí, su entonces secretario de Gobernación, Luis Echeverría, y quien fuera su jefe del Estado Mayor Presidencial, el coronel Luis Gutiérrez Oropeza.
Publicaciones han acusado a lo largo de los años al entonces secretario de Gobernación, Echeverría, de ser el autor intelectual del endurecimiento oficial y al exjefe del Estado Mayor de apostar cuando menos diez francotiradores en los edificios contiguos a la Plaza de las Tres Culturas, el 2 de Octubre, para disparar a estudiantes y a elementos del ejército, con lo que se inició la refriega. Un importante testimonio de ello viene en el libro “Parte de Guerra” (1999), escrito por Julio Scherer y Carlos Monsiviáis.
Díaz Ordaz guardó notas e informes de muchas de las cosas que le reportaban del 68. Nunca se han publicado. Pero luego de revisión de documentos y de pláticas con quienes eran cercanos al expresidente, todos coinciden en que las “alarmas” se le prendieron a Díaz Ordaz cuando siendo Luis Echeverría ya candidato a la Presidencia, en Zapopán, Jalisco, pidió perdón a los estudiantes por lo acontecido. ¿Cómo podía pedir quién había insistido en actuar contra los estudiantes? Díaz Ordaz pensó en removerlo como candidato, pero con la maquinaría priista echada a andar ya no sólo era poco prudente, era también arriesgado. Esa fue una decisión que al no tomarla Díaz Ordaz se arrepentiría toda su vida.
Echeverría, ya presidente, y sabiendo de la desconfianza de Díaz Ordaz, se la cobró al forzar la renuncia de su yerno, Salim Nasta, de la entonces muy importante paraestatal “Guanos y Fertilizantes”. Y, peor, la “adoración” del expresidente era su única hija, Guadalupe. Ella había construido su domicilio en la calle de Paseo del Pedregal, esquina con Cataratas. Pero, para poner en riesgo su seguridad y arruinar su patrimonio, el entonces presidente Echeverría mandó construir, en 1972, el Centro de Humanidades y Ciencias, (CCH-Sur), de la UNAM, justo a un lado de su casa.
Echeverría –correctamente– pensó que para pegarle a Díaz Ordaz había que afectar a su hija y eso fue justo lo que hizo: colocar a miles de estudiantes al lado de su casa para que, luego del 68, estuviera en riesgo su integridad física o tuviera que vender todo su patrimonio. Hizo lo último. Esta es la “extraña” razón por la que el CCH-Sur está encajado en Jardines del Pedregal, una zona completamente residencial.
A diferencia de Díaz Ordaz que se hizo responsable de lo que pasó en su sexenio. Echeverría nunca se hizo cargo de lo que hizo como secretario de Gobernación en 1968, pero tampoco frente a otro lamentable hecho de violencia estudiantil, en 1971, el Jueves de Corpus, cuando ya era presidente. Incluso, en la entrevista que le dio a Rogelio Cárdenas (2008) y ante la pregunta si tenía algo por lo cual pedir perdón, Echeverría en “los límites de la iracundia” señaló:
“― ¿A quién…?
― Al pueblo de México.
― No, yo de nada. No, yo de nada. He trabajado intensamente siempre, ni pido perdón a nadie ni me lo doy…”.
Ayer, Rosa Icela Rodríguez, la nueva secretaria de Gobernación, ofreció una “sentida disculpa pública” a todos las víctimas y familiares de los afectados por el 68. Fue lo correcto. Ella debe de sentir escalofríos de estar despachando en la misma oficina donde los hechos contra los estudiantes se fraguaron. Vueltas curiosas que da la vida.
Judicialmente ya no hay nada que hacer. Todos los delitos que se pudieran haber imputado a las contadas exautoridades que sobreviven el 68 han prescrito. Incluso, tener elementos para contar una puntual historia parecen complejos por la información destruida, extraviada o escondida. Pero sí queda aprender de lo sucedido para que no se vuelva a repetir. Y a la presidenta, a nuestra primera mujer que encabeza el Poder Ejecutivo, que sea desconfiada, pero también que sea dueña de su silencio.