A partir de la muerte del Papa Francisco, la iglesia católica se aproxima (sin decirlo, pero sabiendo) a un momento de definición histórica. La sucesión de Pedro no es sólo consecuencia de un hecho biológico inevitable, sino un terremoto espiritual, geopolítico y doctrinal. Las señales que emergen desde la curia romana apuntan a un cónclave donde dos visiones irreconciliables del catolicismo podrían enfrentarse: la del aggiornamento liberal y la de la restauración tradicional

Sarah, Müller y Burke: un frente de resistencia en este tablero, tres nombres concentran la atención del bloque restaurador: el cardenal Robert Sarah, africano de convicción litúrgica y profundidad espiritual; el cardenal Müller, discreto arquitecto teológico de la ortodoxia germánica; y el cardenal Raymond Leo Burke, norteamericano, jurista formidable y férreo defensor del magisterio preconciliar.

Burke ha sido, durante años, la voz más incómoda para el Vaticano progresista. Su firmeza en temas como la comunión a los divorciados, el rechazo frontal a toda ambigüedad en torno a la moral sexual y su adhesión militante al Misal de 1962 lo han colocado en la frontera misma de la ruptura. Sin embargo, lejos de debilitarlo, esta marginación lo ha convertido en símbolo. Su exclusión del Dicasterio para los Obispos, su reciente pérdida de privilegios, y su nombramiento como “enemigo interno” por parte de Francisco, han hecho de él un mártir institucional.

No se lo menciona como papable, el mismo lo descartó, pero su figura es aglutinadora, especialmente entre jóvenes clérigos que buscan claridad y coraje. Burke ha logrado lo que pocos: mantener el respeto incluso entre quienes no comparten su intransigencia doctrinal.

El espectro de Lefebvre: de excomulgado a referente

La figura de Mons. Marcel Lefebvre reaparece como un eco que incomoda pero también inspira. Durante años tachado de cismático, hoy muchos le reconocen un diagnóstico certero: el Concilio Vaticano II abrió puertas que nunca se cerraron, y por esas puertas entraron confusión, relativismo y un ecumenismo debilitante.

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Lefebvre no odiaba a Roma; la amaba demasiado como para verla entregarse al mundo. Y en esa fidelidad, hoy reside parte del renacimiento católico tradicional. La fraternidad San Pío X, los institutos Ecclesia Dei y los movimientos litúrgicos tradicionales crecen no sólo en números, sino en vocaciones, mientras las diócesis progresistas languidecen. La historia empieza a reivindicarlo.

El balance de Francisco: una iglesia desdibujada

El Papa Francisco optó por un estilo pastoral profundamente distinto a sus predecesores. Su enfoque ha sido horizontal, sinodal, cercano, pero también marcado por una constante ambigüedad doctrinal. Temas como el acceso a la comunión, el papel de la mujer, el uso del lenguaje inclusivo o la ambivalencia ante la ideología de género han erosionado la claridad teológica del pontificado.

Sus simpatías hacia sectores teológicos de la periferia, su mal disimulada antipatía hacia los tradicionalistas, y su impulso de iniciativas como Traditionis custodes —más restrictiva que pastoral— han generado una fractura interna que ningún gesto de inclusión ha logrado sanar.

¿Qué se decide en el próximo cónclave?

La elección del próximo Papa no será simplemente una cuestión de carisma o biografía. Será un referéndum eclesial sobre el rumbo doctrinal. La pregunta no es sólo quién podrá liderar la iglesia, sino qué iglesia queremos que sobreviva.

Sarah, Müller y Burke no representan nostalgia. Representan una propuesta de reconstrucción. Frente a la confusión, claridad. Frente al sentimentalismo, liturgia. Frente al modernismo, magisterio.

No se trata de volver al pasado, sino de salvar lo esencial para que el futuro aún sea católico. Y si bien el humo blanco es imprevisible, la batalla por el alma de la Iglesia ya ha comenzado.