Ahora que se plantea el tema de la extraña reforma en la integración, renovación y evaluación del desempeño de la Suprema Corte de Justicia de la Nación por la sorpresiva vía de la elección popular de jueces, magistrados y ministros, así como mediante la incorporación de un órgano de control y de disciplina interna para garantizar su óptimo funcionamiento, viene a cuento el tema más amplio de la seguridad y la justicia.
Es evidente que la manera como el gobierno pretende encaminar la reforma del poder judicial está vinculada a un artificio; éste consiste en posicionar en la opinión pública una forma de abordar el tema que no se corresponde con una percepción que se inclina más hacia los temas relativos al funcionamiento de las fiscalías, de las policías y de los aparatos y cuerpos de seguridad pública, que respecto a la conformación de la Suprema Corte.
Menos aún puede asumirse como una vía de respuesta a los problemas que se tienen, la alternativa de instrumentar la tesis de elegir por el voto popular a los juzgadores, pues se trata de una iniciativa carente de referentes correlativos en el mundo -apenas unos vestigios que no se equiparan a la propuesta- e irrumpe de forma inopinada a nuestro diseño institucional y normativo. Sólo es sostenible la propuesta en el contexto de ser asumida como consigna de un gobierno que disciplina a sus legisladores.
Dentro del entramado del cierre de la administración viene a cuento el balance sobre la seguridad, el índice de los delitos graves, la actividad y peso de la delincuencia organizada, los asesinatos y, en general la difícil expresión que tiene lo que se podría llamar la tolerancia a una especie de subcultura de la ilegalidad, que ha podido explayarse en la actual administración y que se recrea a través de prácticas dominadas por la falta de transparencia como ocurre con las asignaciones directas de contratos y obras desde el gobierno.
En este momento en el que dominan las noticias relativas a la detención en los Estados Unidos de Joaquín Guzmán López y de Ismael Zambada García, cabezas de uno de los cárteles más famosos en la comercialización y contrabando de drogas, en circunstancias donde el gobierno mexicano se muestra pasmado y carente de la información más elemental sobre un suceso que tuvo lugar en territorio nacional, cuando menos en el acto de abordaje y despegue de la aeronave que transportó a dichas personas, parece poco sólido que sea esa misma autoridad deficitaria en proveer seguridad e información básica, quien pretende poner en el paredón al Poder judicial y de hacerlo mediante propuestas sorpresivas.
Sin duda que la impunidad es el gran tema; su rostro se relaciona con el bajísimo índice de solución efectiva mediante procesos de investigación y de fijación de sentencias respecto de los crímenes que son denunciados, y que hacen aparecer a la actividad delictiva como una de las más rentables y seguras para quienes se dedican a ellas, pues la posibilidad de que sean condenados extorsionadores y en general quienes delinquen, es ínfima.
El tema se correlaciona en la dimensión más alta del problema con el pacto implícito de impunidad que se teje en los cambios de gobierno, ya sean producto de la alternancia del partido en el poder, o de su continuidad en un nuevo periodo y con otra titularidad en el gobierno.
Hasta ahora ha sido sacramental que al gobierno anterior no se le toca, y sólo se practican algunas diligencias respecto de ciertas personas que tuvieron cargos relevantes y que cuentan con señalamientos en la opinión pública, respecto de presuntos casos de abuso y corrupción. Esa es una regla de lo que se podría llamar ajuste controlado hacia el pasado, y que ha podido permanecer hasta el gobierno actual.
Como en otras épocas, fueron exhibidos a través de los medios grandes sucesos de enriquecimiento desmedido por parte de quienes fueron funcionarios públicos, pero bien se tiene cuidado de no involucrar ni juzgar a quienes fueron jefes de gobierno, ni de lastimar a quienes se asume fueron incorporados en el acuerdo de impunidad.
Somos de los países que no juzga a exmandatarios, independientemente de que se disponga de elementos para hacerlo. Incluso, esta administración llegó al extremo de promover una consulta para pretender juzgar a expresidentes, lo que resultó en un evento que puede inscribirse en una especie de experimento movilizador de carácter populista, pues no se requieren de autorizaciones para llevar a cabo procesos de investigación cuando se tienen indicios sobre presuntos actos de corrupción o de abuso en el ejercicio de atribuciones y tareas públicas.
Pero el pacto de impunidad sobrevivió de una administración a otra, entre la actual y su predecesora. ¿puede seguir siendo así? ¿se puede aspirar a una nueva etapa de justicia y de seguridad manteniendo el viejo pacto de impunidad entre gobiernos que se suceden? ¿se puede fracturar ese pacto con la presunta elección popular de juzgadores? O más bien el problema está en otro sitio.