México vive en el infierno de la inseguridad y violencia extremas. Se han normalizado a pesar de que las cifras son propias de guerra civil. Una atrocidad, y no menos la complacencia de autoridades y hasta de buena parte de la sociedad, acostumbrada ya a vivir en esa situación atroz. Es una realidad que la opinión pública carece del poder para sancionar a la autoridad por el desastre.  Lo mismo ocurre con la sociedad; el mal gobierno gana elecciones y popularidad en medio de la tragedia. El voto o la opinión favorable es aval.

Las cifras y las noticias dan cuenta cotidiana de la circunstancia en muchas regiones del país. Se requiere un evento singular para que la opinión pública se conmueva, pero que sucede por momento, para regresar con inusitada rapidez a lo de siempre. Así sea la aterradora ejecución de un alcalde opositor recién electo de una de las capitales del país, el asesinato de un magistrado en ese mismo lugar o de unos turistas norteamericanos que después de una larga travesía por tierra de Chicago a Durango llegan a encontrar la muerte, seguramente por criminales que quisieron hacerse del vehículo en el que viajaban.

¿Tiene relevancia el debate sobre el reportaje del NYT acerca del supuesto laboratorio casero de fentanilo? La presidenta Sheinbaum considera que sí y dice que la ciencia apoya su dicho de que es falso. El medio apoya a las reporteras. En el fondo subyace una verdad que supera el diferendo, México es productor del veneno que muchos norteamericanos voluntariamente consumen. En mala hora por la amenaza de Trump de imponer aranceles por la incapacidad de las autoridades mexicanas de frenar los migrantes y drogas. Peor aún es que la evidencia indica que no hay manera de contener la exportación del fentanilo sin una acción conjunta más allá de la visión punitiva.

La inseguridad debe preocupar no por la amenaza de Trump o porque el fentanilo mata a 70 mil norteamericanos. Debe estar en el centro de la atención pública la capacidad de las autoridades, todas, para cumplir con su responsabilidad elemental que es la de proveer justicia y seguridad; también que medios, organizaciones civiles y la sociedad organizada o desorganizada tengan el músculo para exigir de una vez por todas que las autoridades cumplan su cometido. Pero si el voto premia al que incumple, difícil que haya solución.

La estrategia gubernamental es la apuesta, pero cómo avanzar después de tanto abandono y con autoridades municipales y algunas estatales sometidas al control del grupo criminal dominante. La tentación por la pax narca siempre ha estado presente y ha dado resultados a costa de mucho. Por momentos no hay homicidios y quizá bajen secuestros y robos, porque un grupo delincuente la hace de policía, juez y recaudador. Por donde se vea no es opción, de allí el peligro del juego de las cifras porque el problema de fondo es la impunidad, asunto difícil de medir con precisión y claridad.

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Bien que la estrategia haga énfasis en la coordinación y en la inteligencia; razonable y prometedor, pero la magnitud y complejidad del problema sería más sencillo si se centrara en el tema de la lucha contra la impunidad. Desafío que no admite coartadas como confiar más en las policías que en los jueces, al darles carta abierta con la prisión preventiva para detenciones que se extienden por años sin que se llegue a la sentencia. Efectivamente, no puede atenderse el problema de la inseguridad cercenando los derechos humanos, así de simple, aunque la desesperación convalide respuestas extremas contraproducentes e ineficaces. Hay lecciones por aprender de los Estados en los que se ha contenido o revertido la inseguridad, donde los homicidios se aclaran y los responsables son sentenciados y están en la cárcel. Existen policías que se respetan, jueces que cumplen con su tarea y reclusorios que no son escuela de delincuencia ni santuario del criminal.

La inseguridad es condena por la indolencia de autoridades y de la misma sociedad. El ciclo de la violencia no se romperá sin un auténtico compromiso colectivo para enfrentarla y que el delincuente encare a la justicia; en lenguaje llano, el que la haga la pague. Para ello el país no requiere de amenaza de Trump ni de nadie, más allá del horror que significa normalizar el infierno de la violencia y la inseguridad.