La lucha por el poder es un juego muy rudo y también los la disputa por el voto, expresión civilizada de la disputa despiadada por el poder. Casi todo se vale. Ahora el proyecto político en el poder, el de Andrés Manuel López Obrador aspira a la continuidad por la vía de su candidata, Claudia Sheinbaum, pero no sólo se trata de persistir, también de cambiar las reglas del juego con el propósito de acabar con la competencia y los contrapesos, al complicar la futura alternancia.
La propuesta oficialista no solo pretende mantenerse en el poder, sino una transformación que afectaría en sus fundamentos el edificio democrático. El debate de candidatos presidenciales no dejó en claro que el dilema fundamental de la elección es democracia o autoritarismo. El oficialismo, con singular maniqueísmo, invoca a un supuesto poder del pueblo frente a los corruptos del pasado y los privilegios; pero los corruptos sólo han cambiado de nombre y privilegios y privilegiados subsisten. Los más ricos de los ricos continúan en su trato preferente con el poder y en su desmedido enriquecimiento, en no pocos casos con el favor oficial. Los más de cinco años de gobierno de López Obrador dejan una perversa lección de gobernar ignorando a la pluralidad y con la pretensión de definir el destino del país a partir de la exclusión.
La oposición se ofrece y trabaja en tres planos: primero, la convencional, esto es los partidos políticos con el objetivo de ganar espacio parlamentario, posiciones de gobierno y prerrogativas. Segundo, la de la candidata presidencial, quien plantea un proyecto diferenciado de los partidos con énfasis en lo ciudadano y un programa de gobierno de coalición no tanto con los partidos, sino por la sociedad y el grupo gobernante; tercero, ese segmento de la sociedad distante de los partidos y de la política convencional preocupado por el deterioro de la democracia y de sus principios como son el poder acotado, la legalidad, la transparencia y la rendición de cuentas. Los tres planos son diferenciados y en no pocas ocasiones existe tensión o distancia, pero comparten la necesidad de contener la amenaza que representa el proyecto político a futuro del oficialismo. Para ello es fundamental el voto y la participación electoral.
La elección de 2024 no es como cualquier otra. El régimen está a la ofensiva y decidido a todo para ganar la presidencia y obtener la mayoría parlamentaria que le permitiría imponer su proyecto al país a contrapelo de su pluralidad y a la desconcentración del poder. No es una contienda justa, el oficialismo con el presidente López Obrador a la cabeza se sirve en exceso para privilegiar indebida e ilegalmente la causa propia.
En la oposición hay confusión que, en buena parte, se explica por su diversidad, pero la parte fundamental está en lo ciudadano, esto es, la capacidad de la sociedad para movilizarse y hacer de su energía un voto en defensa de la democracia. Los partidos están disminuidos y sus dirigentes desprestigiados. Sin embargo, en el ámbito ciudadano se despliega un potencial importante, muy superior al que revelan los estudios convencionales de intención del voto. En la defensa de la democracia no debe obviarse que su defensa formal corre a cuenta de los partidos, fundamentalmente.
La candidata presidencial Xóchitl Gálvez ha tenido que sortear dificultades nada desdeñables; la mayor, derivada de la inequidad de la contienda. El oficialismo cierra filas en torno al presidente y su candidata; no ocurre igual en el frente opositor. La campaña presidencial entraña exigencias que no se advierten a primera vista; es un curso de aprendizaje complicado por la rapidez con que transita el proceso electoral. Las semanas por delante son cruciales; su proselitismo requiere disciplina y de un mensaje claro que se perfile hacia los electores indecisos.
Lo más intenso es lo que viene. Es una guerra sin concesiones ante un árbitro pusilánime y una justicia electoral incierta. El presagio del conflicto electoral se hace presente por el entorno de inequidad debido a la intervención recurrente del presidente de la República y el ostensible empleo de recursos públicos financieros y humanos con propósitos electorales. Por si no fuera poco, están las consecuencias de la política de seguridad pública que ha dejado expuestas a amplias zonas del país al flagelo del crimen organizado. No hay fuerza pública suficiente para garantizar a candidatos y ciudadanos el ejercicio de sus derechos políticos.