La legitimidad democrática de los jueces ha sido un tema de discusión siempre abierto. En cada país, en distintos momentos, se discute lo que es materia intangible de la decisión de la representación popular y lo que puede ser materia justiciable ante las cortes o tribunales constitucionales.

Se dice, y con verdad, que en democracia las mayorías no están, por el solo hecho de serlo, asistidas de razón. Pero tampoco las minorías o las élites, también por el solo hecho de serlo, tienen siempre la razón de su lado.

Por cierto que en las cortes también se toman decisiones votando, y solo la expresión de una visión conservadora y elitista puede sostener que resolver mediante el voto de unos pocos sirve mejor a la causa de la democracia que haciendo que las decisiones se tomen mediante el voto de las mayorías.

Defender la existencia de una “juristocracia”, de una clase especial de personas a las que les está dado con carácter exclusivo la revelación de los arcanos de la Constitución, no es más que otra versión del ideal conservador del gobernante filósofo de la República de Platón.

La discusión se ha instalado en México, luego de los excesos cometidos por una Suprema Corte de Justicia de la Nación (el mal ejemplo cundió rápido en todos los niveles de la magistratura) que no supo, no quiso o no pudo, asumir con sobriedad y moderación uno de los principios basilares de la alta justicia: no cruzar de plano al terreno de la política, el famoso self-restraint, la contención a sus límites legítimos.

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Uno de los aspectos que debe cubrir con celo todo tribunal constitucional es ceñirse a su propia ley procesal, la que establece la protección de las formas y las competencias. El inmenso poder de los jueces constitucionales solo debe ser ejercido dentro de esos límites que le impone el legislador democrático, en un sistema de pesos y contrapesos.

En asuntos altamente políticos, la actual Suprema Corte perpetró desatinos mayúsculos y fue más allá de toda linde, como desconocer el texto expreso del artículo 14, párrafo segundo, de la Ley Reglamentaria de las fracciones I y II del artículo 105 de la Constitución, que prohíbe otorgar la suspensión de normas generales reclamadas en controversia. Otro tanto hicieron jueces de distrito y magistrados de circuito, parapetados en el cajón de sastre en que han convertido el principio pro persona recogido en el artículo 1o de la Constitución, innovando interpretaciones, claramente opinables, para suspender y anular normas expedidas por el legislador democrático, muchas de las cuales constituían piezas claves de la política progresista del gobierno de izquierda encabezado por el presidente Andrés Manuel López Obrador. No es posible pecar de ingenuidad, cuando los argumentos de las resoluciones son tan opinables y los intereses afectados por las normas invalidadas tan poderosos.

La iniciativa de reforma judicial presentada por el presidente López Obrador el día 5 de febrero de este año, ante la Cámara de Diputados del Congreso de Unión, pretende corregir esos extravíos y devolver al pueblo la facultad de elegir a sus jueces, ordinarios y constitucionales.

Por cierto, habría que recordar que los magistrados de la Suprema Corte de Justicia de la Nación de la republica restaurada, fueron electos popularmente bajo la Constitución de 1857; y que de ello resultó la Corte más independiente de la historia de México, que congregó a los juristas e intelectuales más notables que hayan jamás pisado ese alto tribunal: José María Iglesias, Vicente Riva Palacio, José María Lafragua, Ignacio Manuel Altamirano, Sebastián Lerdo de Tejada, Ignacio L. Vallarta, Ignacio Ramírez…

Hombres de prendas intelectuales y morales nunca igualadas en otra Corte. Y sí, los eligió el pueblo de México.