De esta guerra se pueden decir muchas cosas. Y se han dicho. Incluso hay quienes consideran al conflicto entre Rusia y Ucrania como meramente una invasión y no una guerra; otros, por su parte, se aventuran a considerarlo como el preludio a la Tercera Guerra Mundial. Porque hoy en día todos tenemos los espacios suficientes y con la apertura necesaria para que en foros de diversas naturalezas podamos expresar nuestras opiniones.

La proliferación de posturas y de juicios va inexorablemente acompañada de la ignorancia. Es por eso que en este país todos nos hemos topado con manifestaciones de apoyo de algunos mentecatos y obnubilados lopezobradoristas que, desde la inmensa profundidad de su supina ignorancia política, expresan una rusofilia abyecta por confundir izquierda con fascismo.

El tema de la invasión de Ucrania se antoja complejo en demasía. Sobre todo por las distintas hipótesis de proyección geopolítica que se pueden esgrimir: ¿Qué pasará con Taiwan si China opta por imitar a Rusia? ¿Existe un riesgo real de catástrofe nuclear? ¿Quedará impune la invasión?

Por mi parte, condeno fehacientemente la violencia. Me considero un pacifista. Me duelen los frutos de la guerra: el sufrimiento, el miedo, la muerte. Imposible no sentir esa angustiante aflicción que provocan las imágenes de las víctimas del belicismo; llámase México, Afganistán, Ucrania, Palestina. Pesa y causa pena imaginarme a los insomnes, a los combatientes, a los desplazados, a los presos, a los huérfanos, a las viudas.

Pero hay otra gran víctima en esta guerra; una que no sangra ni llora; una víctima intangible, pero no por ello menos grave que las de carne y hueso. Me estoy refiriendo a la libertad.

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Desde que Rusia decidió invadir Ucrania hemos visto cómo propios y ajenos han utilizado a este acto bélico como excusa para censurar y coartar libertades de artistas, deportistas, periodistas. Desde gobiernos hasta instituciones de diversos países—incluyendo el ruso— han exigido a múltiples personalidades manifestaciones en contra o favor de Rusia como condicionante para seguir ejerciendo su profesión. Esto me parece una atrocidad. Ni la guerra ni nada debe fungir como pretexto para atentar contra la libertad de expresión, la libertad laboral ni contra cualquiera de nuestras libertades.

El conflicto ruso-ucraniano es la metáfora de la confrontación entre el autoritarismo y las democracias liberales. Pero este contexto de violencia ha servido para que en ambos bandos quienes tenían guardado en lo más hondo de su ser algún resquicio de absolutista o totalitario lo sacasen de inmediato.

Así las cosas, aunque la coyuntura obligue a las personas y gobiernos a definirse; no obstante, considero que, sin caer en lo timorato, la conciliación y la sensatez deben ser la vía para resolver la problemática actual; sin que esto signifique abstenernos a señalar y condenar cualquier conato de censura o afrenta contra las libertades. Sin importar el que la cometa o pretenda cometer. Lo que menos necesita el mundo es más polarización, ni opresión. Por consiguiente, hago un llamado a que cada uno de nosotros pongamos nuestro granito de arena para evitar a toda costa que en esta o en cualquier guerra la gran víctima acabe siendo la libertad.