La broma debería ser ilegal por macabra. Consistía en abrir un correo electrónico que albergaba un juego cautivante. Había un laberinto en el cual uno tenía que mover, mediante el pulso firme del mouse, una bolita que no tocara ninguno de los bordes hasta llegar a una especie de meta. Cuando uno estaba a punto de ganar, sintiendo el ánimo triunfador de poderoso rey del mundo, la imagen de Linda Blair maquillada en su posesión demoníaca, la famosa “niña del exorcista”, aparecía sonriente acompañada de un grito terrible. Era ley que esto ocurriera siempre que uno se encontrara en su casa, solo, de noche, y con los audífonos puestos.

Muchos conocían a esta “niña del exorcista” sin haber visto, precisamente, ‘El Exorcista’. Como suele ocurrir con los chismes o las leyendas urbanas, siempre se referían a la película por lo que se decía de ella, lo que habían escuchado en algún lado, y no tanto por lo que vieron personalmente: Dicen que la gente se desmayaba en plena función, dicen que había ambulancias esperando afuera del cine para atender la histeria masiva, dicen que la gente pasaba mil y un noches sin dormir, dicen que Linda Blair quedó traumada de por vida después de haber interpretado a la poseída Regan McNeill.

Después me enteré que se le consideró una película maldita debido a sucesos inexplicables que ocurrieron durante la filmación, como el repentino incendio del set. A esto se le suma las lesiones que sufrieron algunos actores, así como el fallecimiento de algunos de sus parientes cercanos.

Después de jugar con un tablero de ouija encontrado en el ático, Regan, una niña de doce años, comienza a sufrir cambios extraños en su comportamiento que ni la medicina ni la psiquiatría pueden explicar. Agresividad, fuerza sobrehumana, lenguaje vulgar, cambio de voz y de personalidad, ojos en blanco, rugidos de bestia, una cama que se mueve sola.

El problema de su hija no es su cama, es su cerebro, le dice uno de los doctores a la madre de Regan. Pero las tortuosas angiografías no revelan nada anormal en el cerebro de la niña. La ciencia fracasa en encontrar la explicación del mal que altera a Reagan y otro médico sugiere, como método final y desesperado, la participación de la Iglesia Católica para realizar un ritual que se considera anacrónico: un exorcismo.

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De niño, era más fácil que me dieran permiso para hacerme un tatuaje o comprar una pistola que para ver ‘El Exorcista’. El prejuicio católico sobre la película era tan fuerte que se consideraba una apología del diablo, como si el demonio pudiera salir de la pantalla y meterse al cuerpo a través de los ojos.

Mi primer acercamiento a ‘El Exorcista’ se dio en mi infancia, gracias a mi tío Daniel, descanse en paz. Mi tío me narraba la película entera imitando voces y actuando con los brazos, y creo que eso volvió la historia aún más perturbadora en mi imaginación.

Un domingo noté en la revista TeleGuía que pasarían ‘El Exorcista’ a las ocho de la noche. Se lo dije a mi tío y acordamos ver la película juntos como si aquello fuera un pacto de caballeros. Llegó la hora y la pantalla mostraba una excavación arqueológica en el norte de Irak. No habían pasado ni diez minutos cuando mi madre entró al cuarto: ¿Qué película están viendo? Es ‘El Exorcista, respondí orgulloso de mi gallardía, esperando un halago. ¡Qué Exorcista ni que la chingada! Apáguenme eso.

Tuve que dejar solo a mi tío sintiendo que lo había traicionado. Con el tiempo aprendí que mi madre quería salvarme de padecer un trauma por el resto de mi niñez.

Yo admiraba a los compañeros que se jactaban de haber visto ‘El Exorcista’ a tan corta edad. Para mí, esa era la prueba de valentía suprema, más que participar en el concurso de oratoria, darle una rosa a la niña linda del salón o comer en clase enfrente de la maestra. Aunque con el paso del tiempo sospecho que esos niños que presumían haber visto ‘El Exorcista’ eran los mismos que juraban haber visto al mismísimo Santa Claus dejándoles los regalos en sus casas.

La historia de dos sacerdotes que buscan salvar a una niña poseída ha superado, en términos de miedo, a los tiburones que nadan en playas turísticas, a los muñecos vivientes, las arañas, las gemelas fantasmas en medio de un pasillo de hotel, la ultraderecha, los payasos, los asesinos seriales, las ratas o incluso más que a la creencia de que éste país se convertirá en Venezuela.

Aunque no estoy seguro si la película es más escalofriante que una invitación del SAT para cumplir con las obligaciones fiscales. Así como no habrá película sobre la mafia que supere a ‘El Padrino’, cualquier película que aborde las posesiones demoniacas está condenada a quedarse como un tosco intento de todo lo que ‘El Exorcista’ hizo magistralmente.

Más que una película de horror, en el fondo es un alegato a la omnipotencia de la fe, al triunfo del bien sobre el mal, al amor incondicional de una madre para su hija. William Peter Blatty, autor de la novela original y guionista de la cinta, se preguntaba por qué ‘El Exorcista’ causaba tanto miedo en sus espectadores si para él la historia, más que una apología del diablo, era en realidad una defensa de la existencia de Dios: “Si hay demonios quiere decir que también existen los ángeles y la vida después de la muerte”.

Independientemente de mis creencias religiosas, o de la falta de ellas, lo dicho por Peter Blatty me parece una interpretación bastante bella, la cual es difícil de recordar mientras caigo en el susto de “la niña del exorcista” cada que en la computadora juego al misterioso laberinto, solo y a oscuras, en mitad de la noche.

Ahora estoy acostado en la oscuridad de mi habitación. Tantas veces que mi madre me dijo que no viera esas películas feas. Mientras trato de quedarme dormido, pienso a la mala que ‘El Exorcista consigue lo que buscan las grandes películas: que el espectador siga pensando en ellas días después de salir del cine.

Mariano Moreno en Twitter: @marianomoreno7