Rosario Robles, con su pluma afilada, ha señalado recientemente las supuestas contradicciones del actual gobierno en su combate al neoliberalismo, acusándolo de perpetuar prácticas conservadoras y autoritarias. Sin embargo, su crítica, aunque legítima en algunos puntos, se tambalea bajo el peso de su propio pasado político, marcado por señalamientos de corrupción y mala gestión. Antes de cuestionar la congruencia de otros, Robles debería responder por los escándalos que definieron su paso por la administración pública, particularmente al frente de la SEDESOL y la SEDATU durante el gobierno de Enrique Peña Nieto.

Es irónico que quien fuera pieza clave en la llamada Estafa Maestra, un esquema de desvío multimillonario de recursos destinado originalmente a los sectores más vulnerables, se erija ahora como defensora de los derechos sociales. Robles habla de recortes en salud y educación como si desconociera que, durante su gestión, los recursos de programas sociales terminaron beneficiando intereses políticos y personales, dejando a millones de mexicanos en la misma o peor situación de pobreza. Es difícil tomar en serio una crítica sobre el daño a los más desprotegidos cuando proviene de alguien cuyo legado incluye la instrumentalización de la política social con fines electorales.

En su columna de ayer para El Universal, Robles acusa al actual gobierno de militarizar la vida pública, una preocupación válida en términos democráticos. Sin embargo, sería más contundente si no proviniera de una figura que, en su momento, se alineó con un gobierno que reforzó la presencia militar en tareas de seguridad sin ofrecer resultados efectivos. El enfoque de Peña Nieto en combatir la violencia con estrategias fallidas dejó un país sumido en la inseguridad, un problema que sigue vigente hoy. Robles no solo fue parte de ese proyecto, sino que lo defendió públicamente hasta que las consecuencias políticas se volvieron insostenibles.

Sobre el neoliberalismo, Robles parece olvidar que las políticas implementadas durante su paso por la administración federal fueron un emblema de esta doctrina económica. Bajo su supervisión, se consolidó una lógica que priorizaba el control centralizado de los recursos y la privatización indirecta a través de subcontrataciones opacas. La crítica que ahora dirige al gobierno actual suena, en el mejor de los casos, hipócrita, y en el peor, como un intento desesperado por reescribir su papel en la historia reciente del país.

Esto no significa que el gobierno actual esté exento de errores o críticas. Es cierto que hay decisiones controvertidas, como el manejo centralista de los programas sociales y el recorte de presupuestos en sectores esenciales. Sin embargo, a diferencia de lo ocurrido en la época de Robles, los recursos de estos programas no han estado vinculados a grandes escándalos de corrupción ni desviados para fines electorales. Es posible debatir la eficacia y el alcance de las políticas actuales, pero ese debate debe hacerse desde una postura ética y con autoridad moral, algo de lo que Robles carece.

Las columnas más leídas de hoy

La caída en desgracia de Rosario Robles no es un asunto trivial. Su encarcelamiento y los procesos legales en su contra no son meros episodios de persecución política, como ella ha intentado argumentar, sino la culminación de años de opacidad, negligencia y complicidad. El hecho de que ahora busque posicionarse como una voz crítica en la esfera pública es un intento de rehabilitar su imagen, pero no basta con señalar los defectos de los demás cuando su propia trayectoria está plagada de fallas estructurales.

México necesita voces críticas, pero estas deben estar respaldadas por una trayectoria intachable y un compromiso genuino con la justicia social. Las palabras de Rosario Robles podrían tener más peso si no estuvieran marcadas por la sombra de uno de los escándalos de corrupción más grandes en la historia reciente del país. Si realmente desea contribuir al debate público, debería comenzar por aceptar su responsabilidad en los errores del pasado y trabajar para reparar el daño causado. De lo contrario, su crítica no será más que un eco vacío, carente de legitimidad y de impacto real.

La transformación de México no será posible si quienes formaron parte del problema insisten en ignorar su papel en él. Es tiempo de que la memoria colectiva exija no solo rendición de cuentas a quienes gobiernan, sino también a quienes intentan reinventarse como observadores neutrales de un sistema que ayudaron a corromper.