Este artículo quizá debió tener otro título: “La rebeldía de la felicidad en la revolución de las jacarandas, el bello mensaje de la ministra Ríos-Farjat”. Porque las letras guardan el poderoso impulso de embelesar la razón en la era en que son mujeres quienes las escriben, no solo quienes las inspiran. Leer “Mujeres jacarandas”, columna publicada por la ministra Margarita Ríos-Farjat en Milenio es un viaje agridulce por nuestras propias dudas y certezas.

Existe un triunfo en la narrativa de la lucha feminista que, al insistir año con año en visibilizar las asimetrías de género, ha construido una profunda conciencia en quienes guardan las más altas labores democráticas y jurisdiccionales en nuestro país. Ese mensaje humaniza y nos recuerda que quienes han alcanzado una responsabilidad, en este caso tan alta como ser integrante de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, guardan también sus propias calles recorridas que no siempre fueron planicie.

Los caminos que recorremos desde nacer mujeres nos igualan por caracterizarse con empedrados filosos que son estereotipos, mandatos profundos que son como cuevas oscuras en las que no es visible la expectativa sobre nosotras: ser comprensivas y serviciales, pero no demasiado; tener autoridad y seriedad, pero no ser duras ni inaccesibles; ser profesionales, pero nunca abandonar los deberes familiares. Por eso, la felicidad resulta una osadía en un mundo que constantemente amuralla de dolores.

El texto de la ministra inspira una lección a las más jóvenes, a las que reciben la estafeta de continuar viviendo y transformando un mundo que tiene a más mujeres construyendo conciencia. En atletismo, las carreras de relevo guardan una sincronía poética: cada corredora es fundamental, cada etapa y cada avance acerca a la meta, su velocidad implica, en gran medida, que se logre alcanzar un mejor tiempo y que ello signifique un triunfo. Ciertamente, las niñas y mujeres jóvenes pueden tener una visión llena de referentes que ya no son constelaciones lejanas y soñadas, sino mujeres ejerciendo la vida pública desde la experiencia de voltearnos a mirar.

Quienes sembraron las primeras semillas de nuestra presencia en la vida pública, las primeras abogadas, las primeras periodistas, las primeras luchadoras sociales, las sufragistas, las empresarias, las libertarias y todas las abuelas y bisabuelas de estas, además de sembrar, prepararon la tierra. Ese espacio árido y hostil en el que hace menos de 200 años, libertades y autonomías tan básicas como elegir la cantidad de hijas e hijos, acceder a la anticoncepción, estudiar, trabajar, ejercer cargos se veían lejanas. A la entrega de estafetas en la que ahora la ministra nos conmina a la felicidad de reconocer y gozar lo ganado, se suma contemplar los contextos. Nadie puede detener la primavera y verla florecer implica reconocer que los ciclos también arriba se vuelven ideales.

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Sí, somos flores, pero también somos espesura. Somos la hierba que crece todos los días entre las grietas de los pavimentos que hierven, la flor blanca que es discreta y se asoma desde la banqueta a medio pintar de color amarillo. Somos marzo, pero también somos la maleza que se cierra protegiendo un pequeño rincón en donde la urbanización no ha destruido sus ganas de crecer, que sigue creciendo en invierno, así como en otoño. Somos mucha resistencia, como los tréboles que durante todo el año se rehúsan a crecer separados y van surgiendo por borbotones de dos o cinco, unidos por el mismo tallo. Como las amigas que salvan vidas y los montoncitos de hierba que limpian. Somos la conciencia colectiva y la ancestral, esa que nos conecta desde realidades tan distintas hacia un solo punto que es el de ser fieles al impulso de vivir.

Leer a la ministra Ríos-Farjat nos acerca también a mirar el pleno del que ella forma parte, uno que en las últimas épocas ha abrazado y construido argumentaciones jurídicas con profunda conciencia del principio de realidad. Sus palabras, siendo ella, son una luz esperanzadora en medio del desasosiego que hay entre tantas mujeres enfrentando procesos legales. Es una esperanza de que la luz que ilumina desde la cabeza del Poder Judicial de la Federación pueda pronto llegar, aunque sea por resolana, a los cuerpos de los poderes judiciales locales y aun federales en los estados en los que su ejercicio perpetúa opresiones.

María Cristina Salmorán de Tamayo fue la primera mujer en ser nombrada ministra de la Suprema Corte de Justicia de la Nación el 16 de mayo de 1961. Hace 63 años. Falleció el 1 de febrero de 1993, el año de la adopción de la primera medida de acción afirmativa para mejorar la distribución de candidaturas. Durante todo ese camino, las ministras que le han sucedido se han desempeñado en la discreción que los espacios públicos les han impuesto a las mujeres que los viven. Leer la experiencia que reconoce de durezas y retos, de abusos y descalificaciones que a menudo se utilizan para sugerir que las mujeres con responsabilidades altas, han alcanzado aquellas por favores y no por capacidades o méritos, es un espejo a las vulnerabilidades de todas. Un abrazo en el que las de a pie, que protestan bajo el sol y la lluvia, pueden tener la certeza que la misoginia nos atraviesa a todas, también a las mujeres que tienen una silla acojinada adentro de las fortalezas grafiteadas que se erigen a los costados de Palacio Nacional. Esa certeza nos hermana.

Y la esencia de la protesta es que, en medio del enojo y la rabia por las que no están, siempre nos acogerán las risas, los abrazos, los cánticos, los brincos, las bromas, las lágrimas de vernos todas. Esa también es una digna forma de felicidad. La del abrazo de nuestras manadas.

Tenemos una hermana en la Corte.