Una de las características que identifican al estilo de este gobierno es la necesidad de la confrontación. Tal papel lo han desempeñado distintos sujetos, tendencias, imágenes o figuras, ya sea el pasado inmediato y sus gobiernos, el neoliberalismo, grupos económicamente dominantes y diferentes ramificaciones identificadas por formas peyorativas para denominarlas, como lo son los fifís o los conservadores. Se trata de tener un enemigo, adversario o una tendencia con quien contender, dentro de una campaña que permanece indefinidamente para hacer frente a oponentes.

Inserto en esa lógica, la consulta sobre la revocación de mandato se proyecta con gran valía para dar continuidad a una imaginaria polarización entre quienes pretendieran la permanencia del gobierno, y de los que supuestamente plantean su reemplazo, aunque no sea posible identificar una expresión con peso e incidencia social que se identifique por postular la sustitución anticipada del gobierno en funciones.

Pero de alguna forma el gobierno se recrea en la confronta y desea mantenerla, aunque el signo de nuestro presidencialismo haya sido, en cada caso, la fuerza, capacidad y presencia social que han alcanzado los respectivos gobiernos que éste ha encabezado. Pero esa tendencia de tener algo o alguien con quien estar en disputa, se ha volcado hacia una tendencia dominada durante los últimos días en el tema de la revocación de mandato, específicamente se ha discutido sobre su realización para consultar la remoción o la permanencia del presidente de la República en su encargo, así como de las condiciones presupuestales para llevarlo a cabo en el marco de una controversia respecto de la disposición de recursos para ello, una vez que el INE presentó los requerimientos inherentes y que no le fueran otorgados, al tiempo de solicitar una ampliación que tampoco parece concedérsele por parte de la Secretaría de Hacienda.

El nombre de revocación marca la naturaleza del recurso en cuestión, pues refiere a la posibilidad de un eventual relevo, de forma anticipada, del titular del gobierno, conforme a la opinión del electorado, lo que sin duda ofrece una alternativa de ajuste que nuestro régimen presidencial no permitía, en el marco del período rígido de 6 años, pues sólo admitía la separación del cargo de presidente de la República por la falta absoluta de éste, por su falta temporal o debido a su renuncia por causa grave calificada por el Congreso de la Unión, pero careciéndose de una vía de solución ante una situación de crisis.

A diferencia de los regímenes parlamentarios que sí contemplan la terminación anticipada de los titulares de gobierno en la figura de primeros ministros, debido a su pérdida de confianza en el sentido de ya no contar con la mayoría necesaria en el parlamento, prevén mecanismos para adelantar elecciones o nombrar a un nuevo titular y evitar así que una crisis de gobierno se convierta en una de régimen; nuestro presidencialismo carecía de vías para resolver la referida pérdida de confianza; así, la revocación de mandato vino a resolver positivamente ese vacío, pues el riesgo era que en un caso extremo de rechazo, crítica o repudio popular se llegara a la ingobernabilidad o a la fractura política.

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El requisito de un mínimo necesario de participación en la consulta para que sus resultados sean vinculatorios responde a la naturaleza y posibles repercusiones de un recurso que, en efecto, pude llevar a la revocación; obvio es que este supuesto requiera de una expresión clara que así lo sustente. Cierto, también puede ser que el resultado obtenido repudie o rechace la eventual revocación y se convierta en una expresión de respaldo.

El impulso que mueve la consulta es suponer que existe una expresión social relevante que plantea la sustitución del titular del gobierno, y no al revés, de modo de transformarlo en medio deliberado en la ruta de exhibir respaldo al gobierno. El diseño constitucional pudo ser diferente y postular entonces la obligación de una consulta después del tercer año para decidir la continuación del gobierno hasta su culminación – una especie de ratificación- o establecer su reemplazo; pero no fue así, se planteó como revocación y ha sido lo correcto.

Una visión retrospectiva permite señalar que desde 1934 que han sido efectivos e ininterrumpidos los períodos sexenales de gobierno, no es posible asumir que alguno de ellos, siendo sometido a consulta sobre su posible revocación antes del cuarto año de ejercicio, hubiese obtenido una respuesta revocatoria; es de presumirse que todos hubiesen sido ratificados, lo que parece situarse en uno de los rasgos de nuestro sistema presidencial, en el sentido de que el presidente cuenta regularmente con alto respaldo, de modo que plantear una consulta para su ratificación parece ocioso y de un gasto innecesario.

Incluso, respecto de gobiernos de los que se sucedió un partido distinto en la administración siguiente, como fue en los casos de Ernesto Zedillo, Felipe Calderón y de Enrique Peña, se carece de elementos o datos duros para suponer que una eventual consulta de revocación de mandato después del tercer año de gobierno los hubiese depuesto; en alguna medida ello fortalece la circunstancia de que la realización de una consulta sobre revocación de mandato sea contingente y no preestablecida de manera rígida, pretendiéndose que su realización obedezca a condiciones que efectivamente postulan la grave consecuencia de una terminación anticipada del encargo presidencial, y no un regodeo para la ratificación.

Pronto se sabrá el destino que tenga la consulta, en cuanto a si se reúnen las firmas para detonarla - después de anular aquellas incorporadas de manera simulada o fraudulenta -, y una vez que se resuelva el tema presupuestal o de la forma de llevarla a cabo sin contar con los requerimientos adicionales que han sido formulados. Pero su realización quedará inscrita en el gasto innecesario, en la obsesión absurda al grado de intentar medidas ilegales para sustentarla y como parte de una vocación con claro credo populista.