De sobra se ha dicho y mostrado que la Constitución no da espacio para la militarización total e indefinida de la Guardia Nacional, la que además de ser una institución civil, deberá quedar adscrita a la Secretaría responsable de la seguridad pública. El presidente lo sabe, pero con la Ley de la Industria Eléctrica aprendió que por la vía de una norma se puede contrariar a la Constitución; mal precedente para la legalidad en el país.

Militarizar cuenta con el aval de la población, más cuando se trata de actuar en contra de la delincuencia. Las fuerzas armadas gozan de respeto y aprecio. Sin embargo, la postura histórica de la izquierda y de una buena parte del espectro político está contra la idea de hacerlas el eje de combate al crimen. La creación de la Guardia Nacional se dio en el marco de un acuerdo entre todas las fuerzas políticas y bajo el compromiso de que la intervención militar sería temporal. Fue 2024 el año que se determinó la conclusión del proceso para llevar al agrupamiento a la civilidad plena.

Que López Obrador cambiara a tales extremos de idea no se entiende. Se explica, como con sus antecesores, la inclinación de apoyarse en las fuerzas militares. El desencanto con la burocracia civil y la fascinación por la disciplina, lealtad y obediencia de los militares están de por medio. Sin embargo, es un espejismo por la sencilla razón que la naturaleza de los militares no es la actividad regular del gobierno, tampoco la seguridad pública. Su estructura, normas de operación, mando y rendición de cuentas no atañe a la lógica del servicio público civil. Una vista a la sucesión presidencial de Francisco I. Madero deja en claro la reserva liberal a la presencia militar en la vida pública.

La revolución mexicana transformó al ejército, ciertamente. Hay un componente popular que no existía y lo hace diferente a la expresión oligárquica y aristocrática de las fuerzas armadas de muchos países de América Latina. Sin embargo, un logro nada menor del régimen posrevolucionario fue remitirlas a la tarea que constitucionalmente les corresponde. Hasta antes de 2006, su intervención en materia de seguridad era excepcional, temporal y restringida a ciertos territorios. La situación cambió a partir del fracaso, en muchas partes, de las policías municipales y estatales y la violencia y el poder de fuego de los criminales.

El presidente ha involucionado y toma decisiones bajo la premisa de que el proyecto que encabeza permanecerá indefinidamente en el poder. Dejó de ser el opositor para transformarse en el gobernante que anhela todos los recursos extraordinarios del ejercicio del poder, como implican su iniciativa de militarizar a la Guardia Nacional o su anticipada condena por la postura de la mayoría de los ministros de declarar la inconstitucionalidad de la prisión preventiva oficiosa.

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El opositor que luchó con denuedo contra el abuso del poder, que condenó el uso amplio de los militares en labores propias de los policías, que desdeñó los excesos del régimen contra la libertad de expresión, hoy ha involucionado en un esquema autocrático del ejercicio de la autoridad. Su racional sobre la militarización es inaceptable y se funda en premisas falsas. La probidad y eficacia con que pretende revestir a la Guardia Nacional no se asegura con su militarización total y permanente, sino con lo que López Obrador rechaza: la rendición de cuentas, la transparencia, el control horizontal del gobierno por parte del Congreso y un auténtico y eficaz ejercicio de la libertad de expresión. Se puede conceder que los militares sean menos propensos que los civiles para ceder a venalidad y para actuar con profesionalismo y lealtad institucional, pero no hay evidencia aquí ni en el mundo para asumir que son inmunes a la corrupción, además de los riesgos que conlleva una lógica militar en materia de seguridad pública.

La determinación autocrática del presidente López Obrador divide a la coalición gobernante. Son pocas las voces que rechazan abiertamente la propuesta militarista como Cuauhtémoc Cárdenas, Ricardo Monreal o Alejandro Encinas. Junto a ellos está la mayoría de la clase política no oficialista. Queda ahora en el Senado dar salida al proyecto y, eventualmente, el pronunciamiento del pleno de la Corte sobre su inconstitucionalidad.