La ruptura de los regímenes democráticos, que ocurrió entre la segunda y tercera década del siglo pasado en Europa, puso en evidencia que la regla de la mayoría no era infalible para defender las libertades y el sistema republicano.

Esa experiencia trajo a colación algo que parecía inaudito hasta entonces, consistente en la posibilidad y factibilidad de cautivar a buena parte de la ciudadanía a través del influjo de los liderazgos carismáticos, para reconvertir las estructuras de gobierno hacia formas autoritarias, logrando esta grave distorsión con la propia complacencia de la mayoría parlamentaria, en el entendido de que se contaba con la complacencia del pueblo ahí representado.

Así, la idea de la democracia liberal respecto de que las libertades en el régimen democrático estaban destinadas a ir en aumento y en un sentido progresivo, quedó descalificada. Hubo de aceptarse la evidencia de que las inconformidades emanadas de arreglos políticos controvertidos o insuficientes, junto con la crítica ante desaciertos y crisis económicas, así como inconformidades por la pobreza de los avances alcanzados y el desencanto social generado por expectativas insatisfechas, que se combinó con la emergencia de los nacionalismos fundamentalistas, fueron componentes de un caldo de cultivo que condujo a la instauración de propuestas inéditas para la conformación de los gobiernos.

En esa óptica, los partidos que habían surgido para ser cauce de expresión a la lucha democrática por el poder, por medio de integrar y ordenar, formar y atraer a los simpatizantes y postular a candidatos a cargos de elección popular, que tuvo como origen los clubes políticos y que desde esa simiente llevó a las organizaciones partidarias complejas adheridas a corrientes programáticas e ideológicas, pudo tener una nueva tendencia militante de inspiración militarista y de organización de masas que estableció el vínculo entre Estado fascista y partido fascista.

Se trató de una anexión inspirada en el brazo de lucha que estaban llamados a cumplir los partidos comunistas en la vía revolucionaria para arribar al socialismo y de ahí al comunismo, desde la famosa fase de la dictadura del proletariado. Los fascistas no pensaban en una revolución proletaria, pero sí en el culto a un Estado nacional que pudiera proyectar las aspiraciones de grandeza y desarrollo de una sociedad insatisfecha, la cual podía reencausar sus propósitos a través del poder incontrastable del Estado y de la figura de un líder que encarnaba la mística de realización de sus anhelos.

Se subvirtió la relación entre sociedad y Estado conforme a las premisas de un Estado y de una sociedad alineada a él con la acreditación de intereses alineados con la idea de superioridad colectiva y mayoritaria, sin réplica; desde el dominio y formas de cautivar a las masas, del uso intenso de los medios de comunicación, de la propaganda política con propósitos de adoctrinamiento, del uso de símbolos asociados a la pretendida grandeza del poder -evocadoras de la epopeya del imperio romano-, de donde emanó la forma de saludar y el propio origen de la palabra fascismo.

Así, el nazismo reeditó muchas de las premisas de su símil italiano, y agregó el tema de la superioridad de la raza aria y de la pavorosa idea de exterminio de los judíos, que sigue impactándonos a pesar de aproximarse al cumplimiento de un siglo de haber ocurrido. Desde esa visión, el cometido de un nuevo orden mundial a partir del predominio nazista que dio impulso a una brutal capacidad bélica y de la industria militar impactó la disputa de la hegemonía entre los distintos países y de los bloques que conformaron.

El hecho es que fascismo y nazismo surgieron desde la entraña de países democráticos y del respaldo de una mayoría que supieron construir y acreditar. A partir de ese ejemplo el constitucionalismo democrático se encaminó hacia la idea de edificar límites que pusieran a salvo pilares y principios consubstanciales del Estado democrático y republicano, tales como los derechos humanos, la división de poderes, la revisión jurisdiccional de la constitucionalidad de las reformas y adiciones a la propia Constitución.

La tendencia fue dejar atrás el monopolio del Estado legislativo en el cual las mayorías constituidas eran imbatibles para reformar las leyes y adecuar la Constitución, para así pasar a otra fase de revisión y juicio sobre la constitucionalidad para preservar principios y fundamentos esenciales a partir del juicio jurisdiccional.

El recelo a la omnipotencia de las mayorías es una defensa del régimen republicano y de una democracia necesariamente inscrita y regulada por el derecho. Por eso, ahora que se habla de supremacía constitucional es necesario aclarar de qué se trata, pues si por ello se entiende la condición que tiene el constitucionalismo democrático, no hay duda que se refiere al establecimiento de límites para preservar los valores y principios esenciales de la propia constitución más allá de cualquier expresión política y de la dimensión que puede alcanzar en el Congreso; pero si se hace referencia al poder que tiene una mayoría para establecer y aprobar, sin freno alguno, preceptos de carácter constitucional y decidir su modificación o reforma, entonces la referencia es a la capacidad de hacer lo que ocurrió hace casi un siglo y que llevó a los excesos del fascismo.

El autoritarismo y la dictadura ciertamente pueden emanar de esa vieja partera de la historia que es la violencia, como lo señalaba el marxismo; pero también pude emanar de la manifestación de mayorías que entienden la toma del poder político como el instrumento irrefrenable para cumplir propósitos y fanes, al margen de la pluralidad política y de garantizar los intereses del pueblo en la compleja dimensión que éste tiene; es decir en su sentido diverso y no homogéneo.

La pugna y la crisis de poderes que existe en México viene de la confrontación de visiones; una de ellas mira hacia un ejercicio ilimitado del poder a través de la omnipotencia de una mayoría sobredimensionada por el criterio obsecuente de la autoridad electoral; en la contraparte, la existencia de límites y contrapesos que frenan o delimitan la capacidad y fuerza de la mayoría política, a fin de preservar principios fundamentales que por su naturaleza esencial no pueden estar sujetos a las contingencias o visión de coyuntura que tenga la mayoría, por mayoría que sea.

Ahora la andanada se encamina a la supresión de los organismos autónomos, y con ello, romper otro de los equilibrios al poder constituido y que se regodea desde un presidencialismo omnímodo.